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Columna
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Barrio

En los años sesenta el barrio del Carmen de Valencia todavía era un pueblo con casas de tres o cuatro alturas que se vertebraba en torno al mercado de Mosén Sorell. Entonces mascábamos el bublegum que comprábamos a un quiosquero de la calle Na Jordana que había perdido una pierna en un bombardeo, aspirábamos el perfume de la bollería de los hornos y bajábamos al río, donde había sido enterrado nuestro cordón umbilical. Luego nos escondíamos en los carrizos y poníamos a prueba la paciencia de algunos pescadores de mabras, hasta que nos íbamos a la sesión continua del cine Museo. En aquellos días, un platero, que años más tarde moriría apuñalado en un ajuste de cuentas, se sentaba a la puerta de la joyería y hacía ostensible el dedo anular con un sello de oro y una esclava en la muñeca, creando un crepúsculo de lujo cómico sobre la luz podrida de la tarde. En los años setenta, ese brillo fue eclipsado por los ojos refulgentes de unos tipos ciegos de LSD que salían del fondo de un garito de la calle Ripalda, mientras las calles todavía olían a café con leche y estaban llenas de estudiantes de Bellas Artes y sonidos menestrales. El barrio del Carmen empezó a llenarse de tugurios y covachas que casi llegamos a confundir con la libertad, pero sólo se trataba de chamizos para servir matarratas y destilados de garrafa bajo la hipnosis de la música. Mientras tanto, el barrio se iba despoblando y los edificios abandonados empezaron a desmoronarse y a llenarse de roedores como conejos y tipos con las uñas negras que vendían supositorios de basura comprimida, pócimas sintéticas y picadura de excremento. En los años ochenta, esto simplemente fue a más. El barrio del Carmen se convirtió en la escupidera, el urinario y el vomitorio de la ciudad, mientras los especuladores compraban solares a precio de saldo para cuando llegaran tiempos mejores. Después todo se llenó de cajones de cemento y PVC y la calle Jardines, por la que tantas veces habíamos huido, desapareció debajo de una capa de despersonalización, ante silencios muy sospechosos. Hoy, mientras algunos vecinos resistentes tratan de dignificarlo a gritos, es un sitio al que casi es mejor no volver si no se quiere estropear la memoria.

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