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Cubos de gasolina sobre las llamas

El día en Girona es amable y soleado. Son las 11 de la mañana. La temperatura es apacible. El viejo centro de la ciudad respira tranquilamente. Los universitarios están en clase, los empleados en sus oficinas y los coches tienen el tráfico restringido. Risueñas ancianas avanzan con reposados pasos por la vetusta calle de Ciutadans, la más noble del casco antiguo. El salón de actos de la La Fontana d'Or, un palacete gótico, se llena de un público maduro, mayormente femenino. Peinados discretamente lacados, abrigos de entretiempo y algunas, pocas, calvas masculinas. Ningún exceso: ni en el maquillaje ni en los vestidos. La esposa del presidente de la Generalitat comparece con discreto traje gris, azuladas gafas de diseño y un peinado que estiliza sus rasgos. Junto a su eterno marido aparece inevitablemente en todos los retratos de familia. Tía Marta: simpática y mandona, una de estas enérgicas y habladoras mujeres que encuentras en todas las reuniones familiares y con la que no sabes si enfadarte o enternecerte. Lo sabemos todo de ella. En los primeros años, sus moños sirvieron de pretexto en el inacabado debate entre antiguos y modernos. Provocó admiración o choteo su extravagante afición a los paracaídas. En el inicio del suave e indoloro declive de su marido protagonizó algunos difusos rumores acerca de ciertos tejemanejes florales y maternofiliales. Periodistas que han entrado en el gineceo del pujolismo aseguran de su decisiva influye en la selección de Artur Mas, el atildado delfín.

Más allá de la incorrección política, el discurso de Marta Ferrusola no conoció la piedad
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No parece el público, risueño aunque no caluroso, conocer el detalle de los rumores políticos. Tía Marta se sorprende del lleno. Diría incluso que no imaginaba tener que dictar una conferencia. No parece cómoda, al menos. E improvisa un discurso sobre lo que llama sus tres fidelidades (familia, Cataluña y deporte). Habla con su habitual energía. Marisabidilla, pero imprecisa: no consigue hilar un argumentación clara. Salta de una idea a otra con cierta confusión que disimula, de vez en cuando, enfatizando la voz ('Todas las baterías apuntan sobre Cataluña'). La escuchan con indiferencia . Cuando introduce alguna anécdota doméstica arranca ligeros 'je, je'. La charla es anodina y el público se muestra educado pero somnoliento.

Todo cambia de repente, a la primera pregunta del respetable: '¿Qué opina de la inmigración?'. Su respuesta es ya tristemente conocida. Las frases que los periodistas han citado no están, como alguien insinúa o sospecha, sacadas de contexto. Era un discurso visceral que fluyó, entre indignado y contenido, con abundantes exclamaciones. Diariamente se oyen estas opiniones en la calle. Las pronunciaba, sin embargo, la esposa del President. Una mujer de rompe y rasga que no ejerce de discreta consorte, sino que exhibe constantemente su enérgica personalidad.

No sé si pretendía conquistar al auditorio. Diría que no. Era algo más íntimo lo que le impulsaba a hablar hasta convertirse en una inconsciente vecina de Le Pen. Sería vano evaluar su irresponsabilidad. En vano mencionaríamos las típicas, fatigosas palabras: tolerancia o prudencia. Su discurso estaba más allá de lo políticamente incorrecto, de lo políticamente irresponsable: ni un gramo de piedad destila. Ni una pizca de compasión para los kurdos que acaban de embarrancar en las costas francesas. Ni un destello maternal o caritativo. Aquella terrible odisea se resume para ella de esta manera: 'les ofrecieron comida, pero dijeron 'no podemos comer esto'... ¡no basta con acogerlos, tiene que ser con su comida!'. Hay palabras para definir esta falta de piedad. El público ha despertado. Y se excita ligeramente cuando a una pregunta sobre la política familiar responde que 'todas las ayudas son para esta gente que no saben lo que es Cataluña'. Impresionante es también la mentira: como cuando afirma reiteradamente que los musulmanes quieren imponernos su religión en contraste con unas misioneras que en Marruecos no pueden propagar el catolicismo. El público, aunque reaccionó favorablemente a su discurso, dio una lección de pasotismo. La mayoría se lanzó acto seguido a por los cruasanes. Tardé en reaccionar. Estaba petrificado. Acababa de contemplar a la esposa del presidente lanzando cubos de gasolina a las primeras llamas de un incendio que será impresionante.

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