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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El derecho de las gentes a vender

La división del trabajo funciona sólo si el mítico panadero, cervecero y carnicero de Adam Smith, que se han especializado en una rama de la industria, pueden vender sus mercancías libremente. Por supuesto, tienen que venderlas al precio del mercado, el que determinan más o menos la oferta y la demanda. Pero si hubiera prohibiciones administrativas para que estos industriales vendieran las mercancías que son el fruto de su especialización, si hubiera villas y ciudades donde no les permitieran venderlas, el proceso de división del trabajo no podría ir muy lejos, ya que 'la división del trabajo está limitada por la extensión del mercado' y las ventajas que de ello se derivan para la sociedad no se realizarían. En resumen, que para que la división del trabajo funcione es necesaria la libertad de comercio.

Apliquemos estos principios a las relaciones entre países ricos y países pobres. Los países ricos hemos obligado a los países pobres a practicar una profunda división (internacional) del trabajo. Comenzamos ya en la primera mundialización, la del siglo XIX, cuando el capital inglés asignó a los países de la periferia la producción de materias primas para las economías centrales. El capital inglés, como luego el norteamericano y el europeo, crearon la especialización de los países, pero al mismo tiempo les dieron mercados para esos productos. Argentina, por ejemplo, se especializó en cereales y carne, pero pudo vender toda su producción en el mercado inglés con grandes beneficios para el país. Brasil, Colombia y los países de Centroamérica se especializaron en café, pero con la especialización vino la oportunidad de vender millones de sacos de café en los mercados desarrollados. Desgraciadamente para los productores, los precios eran normalmente fijados por los compradores y oscilaron con los ciclos de las economías de éstos, a veces demasiado para el bienestar de los países productores, pero nunca se les cerró al acceso a los mercados. Sólo la catástrofe de la Gran Depresión de los años treinta y la II Guerra Mundial de los cuarenta dio al traste con la integración de los productores de materias primas en los mercados internacionales.

En la segunda mundialización, la que ahora experimentamos, también hemos llevado a los países pobres a una división internacional del trabajo. Sólo que esta vez les hemos convencido de que deben exportar manufacturas, o cualquier otra cosa que puedan fabricar para el mercado internacional, por medio de sus empresas o de las empresas multinacionales establecidas en su suelo. Les hemos obligado a abrir sus mercados, desmantelar las barreras proteccionistas y a competir internacionalmente, poniéndoselo como condición para nuestros préstamos y ayudas. Lo hemos hecho, naturalmente, por medio del FMI y el Banco Mundial. Pero ya sabemos que el FMI y el BM somos nosotros, los países ricos, que hablamos y actuamos por medio de ellos. Sin embargo, a diferencia de la primera globalización, no les hemos proporcionado mercados.

Y no sólo no les proporcionamos nuevos mercados para dar salida a los frutos de la especialización que les hemos impuesto, sino que cerramos los nuestros a cal y canto. De hecho, el proteccionismo que queda en los países ricos está orientado casi exclusivamente a impedir que entren libremente en sus mercados los productos de los países en vías de desarrollo (manufacturas textiles y confección, calzado, juguetes, muebles, aparatos eléctricos y electrónicos, así como otros más tradicionales: cereales, azúcar, plátanos, aceites vegetales, etcétera). Los países en vías de desarrollo, sobre todo aquellos que mejor han aplicado nuestras lecciones e imposiciones, necesitan acceso libre a los mercados de los países ricos. Es de justicia darles por lo menos una franca oportunidad de que compitan en ellos. No estamos hablando aquí de una 'acción afirmativa' para compensar su retraso, que también se podría justificar, sino de una acción justa. Les hemos hecho entrar por el camino de la liberalización y la competencia internacional y luego les cerramos la salida. Dado como hemos organizado la inversión y el comercio internacional, los países pobres no pueden sobrevivir si no les abrimos nuestros mercados. Por eso precisamente es un derecho, no escrito ni legislado en ninguna Constitución, tratado internacional, ni código de comercio, pero es un derecho de las gentes, porque, en esta circunstancia histórica, el poder vender libremente en todos los mercados es una condición para la supervivencia de los pueblos.

Naturalmente, el derecho a vender de unos países está limitado por el mismo derecho de otros. Como el derecho que todos tenemos a una vivienda digna no justifica que alguien ocupe la casa en que yo vivo. Este derecho, sin embargo, lo tienen que ejercer países de muy diferente poder económico, en variedad de productos, profundidad de mercados, grado de industrialización, madurez tecnológica, etcétera, y, por lo tanto, el ejercicio del derecho tiene que estar regulado por la equidad. Esta afirmación debería desarmar las objeciones de quienes piensen que se defiende aquí un libre comercio generalizado, simétrico y estrictamente recíproco, lo que no es el caso.

Aquí hablamos de derechos en una situación de total asimetría y discriminación. El comercio entre países ricos, que hace el 75% del total mundial, ya es bastante libre, aunque queden algunas restricciones importantes. Después de varias décadas de rondas de negociación, en el marco del GATT, el comercio de manufacturas entre ellos es prácticamente libre. En este campo no hay problemas sustanciales con el derecho a vender. Los problemas aparecen cuando los países en vías de desarrollo, emergentes, o simplemente pobres, los cuales, siguiendo los consejos de los organismos internacionales, han liberalizado sus intercambios comerciales y han adoptado el modelo de un desarrollo impulsado por las exportaciones, quieren acceder a los mercados ricos, que son obviamente los más apetecibles. Entonces se encuentran que no pueden vender en ellos en la medida que sería precisa para que el modelo funcione. Así, la nueva vía para el desarrollo se convierte en un callejón sin salida.

El ejercicio actual del derecho de los pueblos a vender es escandalosamente desigual. Y no sólo porque los países ricos tengan más cosas y más apetecibles que vender, sino porque los países pobres encuentran multitud de barreras para vender las suyas en los primeros. El escandaloso proteccionismo agrícola de la Política Agrícola Común de la Unión Europea es un ejemplo, como lo es el Tratado Multifibras en su enésima versión, y muchos de los acuerdos preferenciales de comercio, que resultan normalmente discriminatorios para los países pequeños, sin olvidar los derechos antidumping, que se usan unilateralmente para impedir la competencia internacional de los países emergentes. Las exigencias de estándares de diversos tipos (de medidas, sanitarios, laborales y ecológicos) son nuevas fórmas de proteccionismo que, bajo apariencias muy laudables, encubren el intento de ahuyentar de los mercados ricos a los productos de los países emergentes. El derecho a vender tiene su complemento natural en el derecho a un precio justo, no un precio de necesidad o de explotación, según se mire. Eso se supone aquí, cuando se reivindica la apertura de los mercados.

En un momento en que se está reduciendo la ayuda al desarrollo en términos absolutos y relativos, en que, una vez aceptada la imposibilidad de recuperar la deuda externa de los países más pobres, no nos atrevemos a dar los pasos necesarios para su total y significativa condonación, no queda más remedio, si no queremos estrangular económicamente a esos países, que intentar una nueva vía para su desarrollo, una vía que no está basada ni en la donación ni en la condonación, sino en el comercio y la competencia justa: abrir los mercados de los países ricos a todos los productos sin excepción de los países en vías de desarrollo, entendiendo esta categoría de países en un sentido amplio y generoso.

Luis de Sebastián es catedrático de Economía en ESADE, de la Universitad Ramon Llull de Barcelona.

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