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Columna
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La reforma de Sísifo

Así como durante los veranos la serpiente del Lago Ness acostumbra a emerger de las profundidades escocesas para solaz de la prensa sensacionalista, los debates sobre la reforma del Senado suelen alegrar también todas las legislaturas. Las notables disfunciones y las visibles carencias de una Cámara Alta definida constitucionalmente 'de representación territorial' pero situada en la práctica muy por debajo de esa función sirven de campo abonado a la polémica. La opinión de que el Senado es una Cámara de las Cortes Generales redundante, inútil, superflua e incluso nociva corta de manera transversal el espectro de las ideologías políticas; la superioridad constitucional del Congreso, que impone su voluntad en caso de conflicto con la Cámara Alta y que ejerce en exclusiva la competencia de nombrar y destituir al presidente del Gobierno, es el anverso de esa subalterna condición.

Rindiendo culto a la costumbre de poner periódicamente en cuestión la razón de ser de la Cámara Alta, el Grupo Popular hizo público hace dos semanas un documento dedicado a diseñar las grandes líneas del Senado en el siglo XXI. La propuesta se acoge a la modestia ('debemos huir de concepciones idealistas y geniales y hacer algo práctico y viable') y descarta una previa reforma parcial de la Constitución: según el PP, bastaría con modificar el Reglamento de la Cámara para conceder a los presidentes autonómicos el derecho a la voz (aunque no al voto) en las sesiones de trabajo y para sustituir el actual debate sobre el Estado de la Autonomías por otro debate -esta vez bianual- sobre Cooperación Autonómica preparado por los documentos de un denominado 'observatorio' no astronómico sino autonómico.

Al igual que el valor se le presume al soldado, la buena voluntad también se da por descontada a cualquier iniciativa que confíe la revitalización del Senado a una mera reforma de su Reglamento. Esas tentativas, sin embargo, se inscriben en la tradición de Sísifo, condenado a empujar eternamente en los infiernos hasta lo alto de la montaña una pesada roca que luego se derrumba por la ladera. En el caso del astuto hijo de Eolo, el objeto del castigo era mantenerle ocupado y no darle tiempo a urdir fechorías; en el caso del Senado, tal vez la jugarreta diversionista consista en impedir que lleguen a ponerse en marcha los trámites de revisión de la Constitución. El pobre rendimiento de la reforma del Reglamento de 1994, que aprobó a bombo y platillo el frustrado invento de la Comisión General de Comunidades Autónomas (una especie de microsenado incrustado dentro del Senado), muestra, sin embargo, que el camino de las modificaciones reglamentarias conduce a una vía muerta. Tampoco las ponencias de estudio sobre una reforma constitucional referida a la Cámara Alta creadas en el Senado durante las dos anteriores legislaturas han alcanzado conclusiones operativas.

La resignada enseñanza extraída por el PP de todas esas experiencias se acoge a la desconfiada máxima del refranero según la cual más vale pájaro en mano que ciento volando: aunque devaluado y dispendioso, el actual Senado -concluyen los populares- controla al Gobierno, actúa como Cámara de segunda lectura, remata consensos preparados en el Congreso y organiza comisiones sobre temas tan apasionantes como la anorexia y la bulimia, la violencia en el deporte y los incendios forestales. Así pues, el Senado sería 'una institución suficiente, con un papel claro y una funcionalidad demostrada', que cumpliría 'a la perfección' las tareas constitucionales y habría demostrado ya en los hechos su condición de 'órgano imprescindible'; tras conceder casi a regañadientes que la Cámara Alta 'no es la piedra crucial de nuestro sistema constitucional', la propuesta del PP polemiza con su propia sombra para replicar airadamente que 'nadie dijo que tuviera que serlo' y que 'no sólo de piedras cruciales está compuesta nuestra arquitectura constitucional'.

El PP ha invitado a los restantes grupos parlamentarios a discutir su plan de reforma -de 'mejora'- del Senado, que descansa sobre la presencia habitual en las sesiones de los presidentes autonómicos, un nuevo formato de debate denominado de Cooperación Autonómica y el traslado a la Cámara Alta de las iniciativas de mayor trascendencia territorial. Sin duda, la mejor estrategia para no perder una batalla es la decisión de rehuirla: todo hace pensar, sin embargo, que la esperada y deseable revitalización del Senado llevaría aparejada como condición necesaria, aunque no suficiente, una reforma de la Constitución.

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