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Columna
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Artistas

Observando el catálogo de Arco de todos los años uno se acuerda siempre de aquella frase de Adorno, la de que había llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente. Uno tiene la impresión, contemplando la complicada retórica de las instalaciones, de que el lenguaje artístico es dialecto de un número muy limitado de elegidos, que se comunican entre ellos saltando sobre la ignorancia del público. Dicen que el sistema de vanguardias está obsoleto, pero los artistas siguen optando por una forma de trabajar conscientemente cerrada a la mayoría de los espectadores, como si temieran que su mensaje perdiese tamaño al contacto con la muchedumbre, como si se volviese vulgar al hacerse democrático. Ciertamente, tampoco un arte domesticado tiene fuerza, pero ignoro dónde radica con exactitud la de toda esta egolatría, autocomplacencia, perpetua mirada de ombligos. La obra de arte es revolucionaria en la medida en que sobrepasa, machacándolos, los esquemas caducados: cosa que se hace, me consta, partiendo de esos mismos esquemas, aceptando lo que existe para luego brincar y trazar piruetas por encima de ello.

Muchas son las algaradas que provoca Arco cada año: la de sus entusiastas, que lo consideran el escaparate de la genialidad de última hora; la de sus detractores, que ven en la feria un basurero de ocurrencias sin mayor proyección o una pasarela de caraduras. Un amigo que acaba de volver de Madrid me cuenta que la entrada a la exposición cuesta 4.000 pesetas. Más modesto, yo me paseo el domingo por la mañana por otra exposición no menos interesante, que además cuenta con la ventaja de ser gratis; frente al Museo de Bellas Artes de Sevilla, que ha vuelto a abrir, se apostan desde hace años artistas que no figuran en catálogos de satén, cuyas obras son extrañas en las galerías, poco habituadas a las moquetas y a los flashes. Nuestra apreciación sobre el arte varía al visitar estos cuadros más humanos, más próximos y nítidos, aunque algunos hagan profesión de la abstracción más galopante. Para empezar, la variedad de la oferta es más tentadora: hallamos desde el clásico bodegón con naranjas y limones hasta el pop art del ubicuo toro de Osborne; desde el paisaje venatorio con perros que colocaba el abuelo junto a la estantería de los libros hasta la Giralda en sentido cubista. Aquí uno tiene la sensación de que el arte conserva su antigua eficacia, de que sigue cerca del usuario y mantiene todavía un sentido práctico. Camino lentamente por la plaza a la sombra de la capa de Murillo, observo cómo dos recién casados escogen marinas que hagan juego con las cortinas del dormitorio; el dueño de un bar regatea con otro artista que además es amigo mío y que va a decorar su local por un precio muy asequible; el jubilado de las alpargatas escoge entre gitanas y flamencos para el próximo cumpleaños de su hija. El arte posee un cometido pragmático, inmediato: ayuda a pasar la resaca de una mañana de domingo, ayuda a cubrir el hueco de la pared del salón, a redondear el día de San Valentín, a sonreír. Y si además eleva nuestro espíritu por mor de la belleza o nos mueve a la congoja metafísica, mejor que mejor. El interés por la pintura se revela aquí de la manera más elemental: tan sincera, tan divertida, tan valiosa. Tan barata.

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