Con qué se fotografían los políticos
Leo en EL PAÍS del 14 de enero un titular que me sorprende por lo antiguo (del titular, o sea de la noticia): 'Jamás me he puesto un gramo de laca', dice el flamante conseller en cap Artur Mas. Se trata de una entrevista al delfín de Jordi Pujol, y supongo que es normal que el electorado quiera saber algo más del personaje. Pero lo interesante no es saber si se pone laca o no, sino cómo y con qué el político ha sido fotografiado. Para ser breves: ¿qué hace el consejero Mas con una silla estilo Imperio en mitad de la calle? Si la silla es auténtica, su lugar no es precisamente éste. Un golpecito de nada, facilísimo de darse entre las motos, disminuye de inmediato tanto su valor estético como económico, algo de lo que un ex consejero de Economía debería ser consciente. Y si es falsa, o sea una banal reproducción de las que hay tantas, entonces todo el montaje es de un cierto mal gusto, una especie de performance dentro del más puro estilo kitsch. ¿No bastaba con un banco normal de la Rambla de Catalunya, un banco sencillito pero digno? ¿Necesitaba el político, seguía yo preguntándome, este ridículo mini-trono napoleónico?
No queriendo ser excesivamente suspicaz, pregunté al autor de la fotografía y resultó que, a la postre, el consejero quedaba bastante o totalmente exento de culpa. Pero debería ser más consciente de que la imagen es lo único que cuenta, y en ella los accesorios -los benditos accesorios- son fundamentales. Los hay, ya lo saben, que se han convertido en iconos: el puro y el caballete de Churchill (o sea, un amante de la buena vida), el pequeño John John correteando bajo la mesa del despacho de Kennedy (o sea, aires nuevos en la Casa Blanca), la parca de Garzón (o sea, un hombre como todos, que aún cree en la honradez), las estatuillas grecorromanas de Roland Dumas (hete aquí a un connaisseur, tal vez ladrón de guante blanco).
Muchos son conscientes de con qué se fotografían, otros no. Felipe González y José María Aznar, dos listos en el tema, se han fotografiado en numerosas ocasiones frente al Guernica de Picasso y frente a bellos mirós, ejemplos de prestigio evidente. En cambio, nuestros políticos locales no parecen estar por la labor y es curioso que ninguno de ellos se haya percatado de que cada vez que se fotografía delante del enorme mural de Tàpies colocado en la sala de la Ejecutiva de la Generalitat, siempre resulta clarísimo cómo la pata de un caballo da una coz en la cabeza del presidente o del consejero de turno. Pero nadie parece haberlo percibido, o sea que o no miran la obra de Tàpies o no les importa la patada, y ambas cosas, creo yo, son preocupantes.
Si ello es un ejemplo de ceguera, en mi pequeña colección de políticos fotografiados poseo una imagen que me impresionó justamente por lo contrario, por la sospecha de una muy aguda consciencia estética. El corrupto Vladimiro Montesinos, asesor del ex presidente Fujimori y jefe de su servicio de espionaje, apareció en todos los medios de comunicación en una enigmática fotografía tomada en Panamá. Con un muy deportivo polo a rayas y fingiendo leer un libro, estaba flanqueado por una mesa sobre la cual reposaba un jarrón transparente con una exótica planta dentro. El modelo se parecía sospechosamente a los últimos vistos en las tiendas de decoración más refinadas. ¿Efecto premeditado o casual? De golpe recordé el amor por la música de tantos asesinos, la elegancia de tantos sádicos, la belleza asociada a la crueldad. Pero entre este estar en la inopia de no saber con qué se fotografía uno y la gran perversión estética de Montesinos hay un sencillo término medio: o el tradicional asesor de imagen o un pensárselo tres segundos. Lo primero es un poquitito más caro, pero lo segundo educa la mente.
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