Elogio de la ambición
Entre nosotros, 'ambicioso' es un insulto. En Pluja seca, la obra de Jaume Cabré que se representa en el TNC, un cardenal acusa a otro de ambición, durante un cónclave, porque quiere ser Papa. El otro se lo toma como una acusación gravísima. Y, sin embargo, en muchos aspectos de la vida colectiva, ser ambicioso es una virtud o incluso una condición indispensable. Por ejemplo, nadie puede acusar a un político de ser ambicioso. La ambición es una condición para la política. Y en otras sociedades, la ambición explícita es valorada y reconocida.
En el campo de la creación cultural, ¿la ambición es una virtud? Yo creo que sí. Probablemente no es una necesidad. Como no lo es la originalidad, la sencillez o la claridad. Son características positivas que por ellas solas no salvan una creación artística, pero que por decirlo así acumulan puntos a su favor. Puede haber una gran obra que no sea ambiciosa. Pero parece que entre dos obras de igual mérito técnico y artístico, la que tiene un plus de ambición aumenta su valor.
En la creación artística la ambición debería ser considerada virtud, pero a menudo nos conformamos con la pequeñez bien acabada
Pero desde hace ya un cierto tiempo tengo la sensación de que en nuestra cultura la ambición no es una virtud, sino que más bien se castiga como un pecado. 'Pretencioso' se ha convertido en una de las descalificaciones más contundentes. El viejo culto a la obra ben feta premia la perfección de bajo vuelo por encima de los riesgos enormes de la ambición. Un poco pesebrísticos, estamos dispuestos a aplaudir la pequeñez magníficamente cincelada por encima de los intentos de grandeza, sobre todo porque la grandeza es mucho más difícil. Vivimos entre elogios permanentes del arte menor coquetamente redondeado y de críticas feroces contra los que apuntan alto, basadas en la impresión de que apuntan pero no llegan. Pero si la ambición es una virtud, el simple hecho de apuntar alto, al margen de donde se llegue, debería tener algún tipo de premio. No el premio gordo, pero algún premio.
Es la sensación que he tenido, precisamente, ante la unánime descuartización crítica de Pluja seca, de Jaume Cabré. Como se sabe, Cabré es un excelente novelista, indiscutible, y un buen guionista de televisión. Pluja seca es una obra ambiciosa. No entro a discutir si cumple sus ambiciones en un 10, en un 30 o en un 80%. No discuto -y no por falta de ganas- en qué acierta y en qué se equivoca. Sólo constato que en este caso la ambición de Cabré no ha sido recompensada, sino castigada. En otras palabras, se lo han cargado precisamente, en parte, por su ambición. O porque la ambición no gusta o porque cuanto más arriba se apunta más riesgo hay de no llegar. Pero se han elogiado con entusiasmo obras de vocación mucho menor, tal vez más logradas, pero en las que todo era mucho más fácil.
Ciertamente, la ambición no puede ser una bula. No pretendo manifestar mis discrepancias sobre el juicio a la obra de Cabré. Pero me temo que el castigo sistemático a la ambición y el aplauso entusiasta a las obras teóricamente más redondas, pero de techo más bajo, sólo sirve para construir una artesanía de la pequeñez. Lo importante es hacer las cosas perfectas, sean ventanas o catedrales. De acuerdo. Pero o alguien dice que es más valioso hacer catedrales que ventanas o tendremos solamente un magnífico parque temático de ventanas perfectas. No hablo de la obra de Cabré, porque sería demasiado largo. No es el caso, pero nunca la ambición convertiría lo malo en bueno. Con todo, la falta de ambición, recompensada y aplaudida, es una forma de convertir una cultura en una maqueta o un bonsai.
Vicenç Villatoro es escritor y diputado por CiU
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