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Anthony Hopkins logra el aplauso de la Berlinale con la esperada 'Hannibal'

John le Carré y John Boorman presentaron en el concurso 'El sastre de Panamá'

Cuatro eminentes artistas británicos, el escritor John le Carré y los cineastas John Boorman, Ridley Scott y Anthony Hopkins, llenaron ayer de ingenio y sabiduría el escaparate de la Berlinale. Los dos primeros trajeron El sastre de Panamá, obra interesante, pero inferior a sus creadores. Y Scott y Hopkins dieron a conocer su esperadísimo Hannibal, en el que reanudan por todo lo alto, con un dominio pasmoso de su oficio, la saga del bestial, pero con inquietante y perturbador poder de fascinación, doctor Lecter, iniciada en El silencio de los corderos.

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Han pasado 10 años desde que, precisamente aquí, en la Berlinale, estalló la leyenda del doctor Hannibal Lecter y la agente del FBI Clarice Starling en las imágenes, hoy universalmente conocidas, de El silencio de los corderos. La película fue recibida inicialmente en su país con tibieza, casi con indiferencia. Por lo visto no repararon en el gran alcance popular y en el calado formal que potencialmente contenía esta singular película. Tuvieron que pasar unos meses para percatarse de que aquí, en Berlín, el filme había creado un tipo de entusiasmo que presagiaba la conversión en un mito de la explosiva recreación por Anthony Hopkins del personaje creado por el novelista Thomas Harris.

Fue Hopkins, solo y casi por libre, el único en venir a defender su trabajo en aquella inolvidable Berlinale. Él sí creía en lo que hizo y de su locuaz y elocuente encuentro aquí con más de un millar de periodistas -seducidos por su presencia, que viéndolo creían asistir a una prolongación en vivo de su genial ejercicio de gran guiñol en la pantalla- salió la figura del médico caníbal disparada hacia la nube donde flotan las leyendas del cine. Y ayer, 10 años después, la misma pantalla y el mismo escaparate volvieron a iluminarse para dar acogida a la sombría y bestial ironía de Hannibal, ya convertido el personaje en una nueva película.

Y volvió a avalar a su trabajo la misma cara redonda y el mismo gesto cómplice y burlón de Anthony Hopkins. Pero esta vez el eminente actor británico no transmitió a sus interlocutores sensación de soledad, porque le acompañaba el rastro que ha dejado en la memoria su clarividencia de hace 10 años, que le ha permitido reanudar, dirigido por su compatriota Ridley Scott, el mito que él inició y desencadenó, pero ahora agarrado más de raíz, expresado más desde dentro, construido con una mirada más totalizadora, tallado con aristas más complejas, pulido con acabamientos de imagen y de secuencia más refinados. El movimiento imaginario del personaje es el mismo de entonces, pero el cine a que da lugar es otro muy distinto.

Hannibal pisa un territorio cinematográfico muy sólido, porque detrás de su guión hay dos de los más competentes y elevados ingenios de la escritura del cine actual, Steven Zaillian y David Mamet. Su trabajo es un alarde de sabiduría y de exactitud, un prodigio de manejo claro de las cosas oscuras. El movimiento temporal del filme deja ver detrás de la pantalla un minucioso trabajo de estructura, de armazón de acontecimientos y de situaciones definitorias de los personajes, que denuncia a virtuosos del oficio de elaborar películas. Mamet y Zaillian despliegan sin perder un solo hilo el tejido del denso subsuelo de la imagen construida, con la cámara en estado de gracia, por un Ridley Scott que da la impresión de haber recuperado la precisión de mirada de sus mejores momentos en Los duelistas, Alien o Blade Runner. La firmeza de su pantalla es absoluta. Nada se mueve dentro de ella si no es movido por hilos que salen de su mano. La secuencia da la impresión de que discurre totalmente bajo dominio, sin la menor caída en la imprecisión o la arbitrariedad. Cine como matemática.

Riesgo

Y cine como ópera. Ridley Scott es aficionado al vuelo retórico musical, al operismo noble, y aquí no elude su inclinación, sino que parece darle alas y más alas, con el consiguiente abono al peligro de una caída en picado del ritmo, lo que en Hannibal nunca llega a ocurrir, y ya es mérito dado el permanente riesgo en que se mueve. En este marco secuencial exuberante, de despliegue de cine de gran gesto y formato, los roces y los encuentros entre Anthony Hopkins y Julianne Moore -que multiplica la sagacidad y la potencia emocional del personaje de la agente Clarice- son auténticos choques de trenes. Pero a este estallido en la cumbre entre dos intérpretes excepcionales se llega poco a poco, mediante un empleo exquisito y muy sagaz de la gradualidad, a través de una escalada de personajes intermedios que, como los de Gary Oldman y Giancarlo Giannini, alcanzan por su cuenta jerarquías dramáticas altísimas.

Película muy ambiciosa y que se presta a la disparidad absoluta de criterios, Hannibal tiene garantizada la gloria y la gracia de las guerras civiles entre la población cinéfila.

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