Fumando con el más guapo
Aeropuerto de Fiumicino, sábado 3 de febrero, 15.30 horas. Sigo en Italia, intentando fumarme tranquilamente un puro, en este caso un robusto de Bolívar, sin éxito. Con mi amigo Alessandro Castro, hemos pedido un par de grappine en la barra de la enoteca de una de las terminales, he pagado religiosamente lo que me pedían, he dejado 1.000 liras de propina, he encendido mi robusto y el tipo de la barra me ha dicho que no se podía fumar, que era de mala educación. Junto a mi había un par de argelinos fumándose un canuto y un poquitín más allá una inglesa centenaria chupando desesperadamente un camel. Nadie se ha metido con ellos; conmigo, sí. Pienso que después de lo ocurrido en Peck, en el restaurante milanés, la policía italiana debe de haber difundido por toda la península una foto mía: el hombre del puro, mucho ojo, tipo peligroso, suele ir armado con una purera de piel de cerdo que contiene... Atrapo del platito las 1.000 liras y me voy a terminarme el puro en los lavabos, hasta que salga nuestro avión. Sandro, mi Virgilio, nos lleva, a María Jesús de Elda y a mí, a Catania, invitados por el alcalde Scapagnini con motivo de las fiestas de Santa Ágata. A ver si allí me dejan fumar en paz.
Fumar en Italia: en Fiumicino no dejan, pero sí en el Palazzo degli Elefanti, sede del Ayuntamiento de Catania, y, claro, en la falda del Etna
Al aterrizar en el aeropuerto de Catania -que se ha quedado chico-, mientras aguardo el equipaje, intento encender otro purito, un toscanelli, y al instante se me lanza encima una moza, gritándome que allí no se puede fumar. Recogemos el equipaje, nos vamos al hotel, nos ponemos guapos y nos dirigimos hacia el Palazzo degli Elefanti, sede del Ayuntamiento catanés. Los guardias del palacio, ataviados a la moda del virrey Giovan Francesco Pacheco -ellos escriben Paceco-, duque de Uzeda, el virrey que reconstruyó la ciudad tras el terremoto de 1693, no sólo me permiten el acceso a mí y a mi purazo -un grande de España (gran panatela) de El Rey del Mundo-, sino que encima se cuadran. En el palacio no cabe un alfiler (se avecinan elecciones, regionales). Algunos tipos son espléndidos, como esa señora, de una cierta edad, enorme, de ojazos azules y saltones -me recuerda la rana- toro africana (Pyxicephalus adpersus)-, más enjoyada que la mismísima santa Ágata, platicando con un canónigo chiquitín, un gorrioncillo con voz de pito, mientras la señora-rana engulle, una tras otra, como si fuesen moscas, dos docenas de olivette de la santa, una golosina a base de mazapán de pistacho y azúcar escarchado, deliciosa.
Me pregunto qué sangre corre por las venas de esa elefantiásica mujer. ¿Desciende de una familia de gatopardos terribles y auténticos o bien es la tataranieta de Calogero Sedara, aquel burgués 'senza scrupoli' al que don Fabrizio, el príncipe Salina, recomienda al atónito Chevalley como senador por el reino de Cerdeña? Marquesa o burguesa, de lo que no me cabe duda es de que la señora-toro pudo muy bien haber sido de jovencita amante del rey Faruk o ser hoy propietaria de media docena de puestos de pescado en la Marina catanesa.
Salimos al balcón. En la plaza del Duomo, presidida por la fuente del Elefante, un elefante de piedra de lava negra, símbolo de la ciudad, un elefante macho -ahí están los negros y hermosos cojones, por si hubiese alguna duda-, los fuegos de artificio en honor de la santa se mezclan con las melodías, 'lunghe lunghe', como decía Verdi, de Vincenzo Bellini, de cuyo nacimiento se celebra este año el bicentenario. Si santa Ágata, la 'Santuzza', es la patrona religiosa de Catania, Vincenzo Bellini, el hijo amado, es el patrono laico de los cataneses. En el balcón de al lado asoma el alcalde Scapagnini, con un pañuelo entre azul y amarillo que le cuelga del bolsillo superior de la americana, como un huevo frito. El honorable profesor Umberto Scapagnini es napolitano, lleva ocho meses de alcalde (es un hombre de Berlusconi) y está encantado con ese baño de multitudes que para él representa la fiesta de Santa Ágata. Un primo de Sandro me dice que el alcalde, como buen napolitano, es persona muy supersticiosa. Me dice que no hace mucho se celebró en Catania un congreso sobre modernas técnicas de incineración y que el honorable profesor brilló por su ausencia. Al parecer, les tiene verdadero pánico a los cementerios, a las incineradoras y a las cajas de muertos (vacías).
Cenamos en Sicilia in Bocca, un restaurante que hace poco ha abierto en la Marina. Pescadito frito, spaghetti alle vongole y una spigola, una lubina, a la sal. Excelente cena. Y con la grappa, de moscatel de Pantelleria, me dejaron fumar un Lusitania, de Partagas.
El domingo fuimos a almorzar al volcán. Hacía poco que había nevado. Lucía un sol estupendo. Mientras subíamos por la falda del Etna (3.340 metros), Sandro, al ver la nieve cubriendo la negra lava, nos hablaba del arroz 'col sugo di seppie', que Sandro, experto y goloso cocinero, suele rematar con una nube de ricotta, de requesón, a poder ser de cabra. Yo hacía hincapié en la ginesta, en la retama, capaz de romper la durísima lava e incrustar sus raíces en el volcán. Y citaba a Leopardi: 'E tu, lenta ginestra / Che di selve odorate / Queste campagne dispogliate adorni...'. Nos sentíamos felices. Llegamos a los 1.990 metros, donde se toma el funicular para subir unos pocos metros más. Bajamos del coche y nos dirigimos hacia un bar, La Cantoniera. Pedimos unas copas -whisky y cerveza- y encendí un puro, un londsdale de Saint Luis Rey. María Jesús me cogió de la mano y me mostró un cartel: 'No smoking'. Pero yo seguí fumando, impertérrito. Y es que si me han permitido fumar en el Palazzo degli Elefanti y en la Sicilia in Bocca, ¿cómo no van a permitirme fumar en la falda, casi junto a la mejilla de mi querido Mongibello, el volcán más guapo del mundo, que lleva siglos fumando, tan impertérrito como yo? Y efectivamente, me dejaron fumar. Incluso el chico de la barra me preguntó qué puro fumaba que olía tan bien. Me dio la impresión de que en la falda, en la mejilla del Etna, contrariamente al restaurante Peck, lo que no dejan fumar son cigarrillos. Allí, en La Cantoniera, el habano es siempre tolerado, como un guiño, un gesto de pleitesía hacia el gigante.
Cogemos el coche e iniciamos el descenso. Vamos a almorzar hongos en un local que conoce Sandro. Está cerrado. Nos detenemos en Nicolosi, en el Antico Orto dei Limoni, restaurante típico. Nos ofrecen, entre otras delicias, carne de avestruz. ¡Carne de avestruz en Sicilia! No me extraña que mi querido Mongibello escupa lava de vez en cuando. Curiosa, desconcertante Sicilia. (Continuará).
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