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LA CRÓNICA
Columna
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El fenómeno de la Candela

El primer domingo de febrero, último día de las fiestas de la Candela, me acerco a Valls. Es una mañana radiante, limpia. Tanta luz daña a los ojos. Los almendros tachonan de blanco ese paisaje del Alt Camp, que sorprende tanto por sus escarpadas rocas como por la suavidad de los viñedos. Algarrobos y olivos, avellanos o pequeños huertos con sus albercas, viejas masías y el esplendor dorado de las mimosas que ofrecen su hospitalidad forman un puzzle multicolor. Pero esta mañana casi primaveral, la ciudad de Valls vive ajena a los fenómenos de la naturaleza porque está de lleno en otro fenómeno -en este caso social- que le ha desbaratado la vida durante 10 días. Las Decennals son unas fiestas en honor de la Virgen de la Candela, que, según la tradición, en el siglo XVIII salvó a la población de los estragos de la peste. En agradecimiento, los vallenses decidieron honrarla cada 10 años. Pero las Decennals sobrepasan cualquier expectativa de fiesta porque llegan a cambiar los hábitos de toda una ciudad que se echa, literalmente, a la calle.

En Valls, las Decennals llegan a cambiar los hábitos de la ciudad, que se echa literalmente a la calle... y al baile, aunque para ello haya que pagar hasta 15.000 pesetas por la entrada

Camino del Pati, punto neurálgico de Valls, pisamos la cera de cientos de cirios que quedaron derretidos en medio de la calzada el día de la procesión, solemne acto que tuvo la presencia del presidente Pujol, aunque la gente criticó su atuendo, que desmerecía, dicen, los trajes que llevaban el resto de las autoridades locales. '¿Es que se creía que iba a una calçotada?', comentó más de un vallense ofendido. Tampoco les gustó que se pasara el rato hablando con Joan Rigol, por lo que quedó en entredicho su supuesta devoción mariana. Pero esto era sólo una anécdota más: la gente ha vivido 10 días de febril programa de fiestas y este último día se les notaba en los ojos. La esposa de un concejal confesaba que ya tenía ganas de que llegara la normalidad porque aquello era una locura. ¿Qué ha pasado, pues, en Valls?

Carme y Joan son dos vallenses de pro que, por razones que no vienen al caso, han vivido sus primeras Decennals desde que son adultos. Para ellos ha sido un descubrimiento. 'Por fin el pueblo está vivo', confesaba Joan con los ojos brillantes de felicidad. Las escuelas están cerradas -aunque sirven para múltiples actividades-, nadie habla de calçotades -a pesar de encontrarnos en plena temporada-, los que viven fuera, aunque sea en América, se reúnen con sus familias y los que nunca salen de casa no se pierden ni una sesión de teatro. 'Nos levantábamos a las ocho, igual que si fuéramos a trabajar, porque a las nueve ya teníamos alguna cosa que ver o que hacer. Han sido 10 días de no parar', explica Carme. Actividades infantiles, conciertos, teatro, ópera, cine, castellers... Las entradas se agotaban a los 10 minutos de abrir la taquilla, cuando un sábado normal los espectadores pueden llegar a ser apenas diez.

Pero lo más sonado de estas fiestas son los famosos bailes de gala, algo que revoluciona la ciudad. Dicen que un vestido de señora puede costar 300.000 pesetas, también se comenta que algunas se van a París para no encontrarse con un vestido repetido. Parece ser que se piden créditos y que nadie escatima un duro si se trata del baile de la Candela. Peluqueras, modistas, esteticistas, sastres, tiendas de confección... el baile da para muchos, la ciudad es próspera y todos salen ganando. El baile más suntuoso lo organiza la sociedad Centre de Lectura. El precio de la entrada ya lo dice todo: 12.000 pesetas para los socios y 15.000 para los no asociados (y sin cena). Los hombres, de negro; las mujeres, de largo: pedrerías, lentejuelas, chales de gasa y moaré, joyas... Dicen los que fueron que aquello parecía Hollywood, pero a la vallense. A la mañana siguiente el diario local El Pati mencionaba el acontecimiento como algo reservado a la jet-set de Valls. El alcalde, Jordi Castells, no se dejó ver. Días más tarde la comisión de espectáculos organizaba otro baile de gala a un precio más módico: 7.500 pesetas. Los vestidos y las joyas no desmerecían los del Centre de Lectura y esta vez fue el alcalde quien abrió el baile, al que se calcula que asistieron unas dos mil personas.

Habíamos oído hablar tanto del Centre de Lectura de Valls -que en nada se parece al homónimo de Reus- que decidimos entrar. Un grupo de jóvenes esparcidos por el sofá y las butacas nos revela lo dura que es la resaca de las fiestas. Al fondo, los hombres juegan al billar. En la calle se oye el ruido de las charangas que acompañan a un regimiento de gigantes. Son los últimos cartuchos de la fiesta. Mañana todo volverá a ser más o menos como antes, aunque siempre queda algún edificio que se construye o rehabilita para la ocasión y pasa a formar parte de la vida de la ciudad. Se me ocurre preguntar por qué no organizan estas fiestas cada cinco o dos años, pero Joan me responde enseguida: 'Las Decennals marcan el paso del tiempo de la vida de la ciudad y de nosotros mismos. Son un referente'. Y tiene razón. Dentro de 10 años los vallenses volverán a echar la casa por la ventana. Su oferta de paz más seguridad se ha venido abajo: no hay ni paz ni seguridad. Comprensible o discutible, la reacción de la opinión pública israelí ha sido de involución, a favor de un halcón rotundo como Sharon. O, dicho de otro modo, la Intifada de las mezquitas se ha cargado a Barak y su oferta política, que era la de la paz negociada en el marco de Oslo. Por eso resulta difícil ser optimista sobre el futuro de la zona. Cierto que les más duros son los que más pueden negociar: Begin o Sharon. Cierto que Sharon puede encabezar un Gobierno de unidad con los laboristas en él. Pero de entrada los efectos de todo este proceso no invitan al optimismo. Tampoco las causas: la voladura consciente o inconsciente del único Gobierno de Israel -con Barak al frente- que parecía querer avanzar decididamente en el camino de la paz. Siempre, claro está, que tuviese enfrente a unos interlocutores con la misma voluntad.

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