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Reportaje:RAÍCES

Fiestas al amor de la lumbre

San Antón y San Sebastián tienen un notable papel en el ciclo festivo de invierno en Andalucía

El ciclo festivo de invierno es, sin duda, el más confuso y difuso de Andalucía, lo cual, lejos de ser un inconveniente, le presta un especial atractivo. Entre enero y febrero, nuestra geografía se ve salpicada, preferentemente en pueblos pequeños y relativamente apartados, de numerosos híbridos festejos pagano-cristianos, en torno a complejas advocaciones, santos y vírgenes no siempre bien esclarecidos y como de segunda división.

El 17 de enero fue San Antón, patrón de los animales domésticos, al que son presentados para que los bendiga aunque sin sacrificio. El sacrificio queda sólo para el cerdo, que aparecerá a los pies de la imagen del santo en muchos lugares, como patrón que es también de las buenas matanzas. Y es que este Antón resulta un santo verdaderamente curioso, tan curioso como que por su nombre completo, San Antonio Abad, apenas es reconocido en muchos sitios donde se le rinde culto. Es más, nos hemos topado con algunos informantes que negaban tajantemente que tales dos advocaciones fueran de un mismo santo, e incluso pensaban que el suyo, San Antón, era el bueno, y el del pueblo de al lado, San Antonio Abad, el advenedizo.

La cosa tiene su explicación. La forma apocopada se extendió sobre todo en la Alta Edad Media, pero la devoción es extraordinariamente antigua, como que se debe a un eremita egipcio de hacia el 250 de nuestra era. Es decir, cuando el cristianismo propiamente casi no existía, lo cual arroja serias dudas sobre la verdadera condición religiosa de este personaje. Pero eso es lo de menos. La competencia posterior con San Antonio de Padua -que sí es un santo de primera división- obligó de alguna manera a los fieles campesinos a recortar el nombre de su patrón campestre.

Otro santo en danza -y danza de espadas- es San Sebastián, al que se venera por pueblos de Huelva y de otras provincias, con su imagen de efebo desnudo y sanguinolento. Ambos son festejados en la fría espina de enero, entre el 17 y el 21, desde Torvizcón (en La Contraviesa, Granada), donde lleva su marranico a los pies, más una bola de fuego en una mano, que conecta con la simbología del rito solar y de las lumbres purificadoras (el marranico, a su vez, es evolución de la figura del diablo, que, según la leyenda, se revolcaba en fango a los pies del eremita para incitarlo a pecar); de Lanteira (ladera Norte de Sierra Nevada) a Villargordo (Jaén), donde una persona consultada no conocía de nada al tal San Antonio Abad, pese a que la imagen que pasean lleva también un libro, como quiere la ortodoxia de esta iconografía.

Algo semejante nos pasó también con Castillo de Locubín. Bajo la segunda marca, por así decirlo -que paradójicamente es la primitiva, la de San Antonio Abad-, se procesiona en otros pueblos, como Obejo (Córdoba), donde se le rinden espadas, tal que si fuera San Sebastián, o en Trigueros (Huelva). Ya se ve que la confusión semántica y terminológica es notoria, pese a que de toda la vida, como por ejemplo en Jaén, la imagen que presidía los establos y que ni siquiera se tocaba cuando había que blanquear, era la de San Antón, faltaría más.

Desfiles de animales

Todo esto constituye un índice muy interesante de cómo evoluciona la desacralización de la fiesta, en tiempos actuales, hacia las formas más antiguas y divertidas. No hay más que ver en qué consisten los referidos festejos, por lo común, para convencerse de que cualquier brillo auténticamente cristiano es con frecuencia mera casualidad. Por mucho que el cura presida las ceremonias, la almendra del asunto seguirán siendo los desfiles de animalillos a que el santo los libere de todo mal, las matanzas, los fuegos artificiales, los alimentos a voleo, las danzas de espadas, los cornetazos, tamboriles y cantares poco o nada religiosos. Y, como denominador común, candelas, hogueras y lumbres por doquier, según se les denomine, yendo de occidente hacia levante.

Sería hermoso poder divisar desde algún lugar angélico y nocturno esta Andalucía del invierno y las fogatas, si se permite parafrasear a Pavese, que por cierto dedicó penetrantes observaciones a la Italia profunda del folclore, en busca de lo que todos buscamos, quizás inútilmente: el sentido que entonces tenía el mundo, cuando la humanidad era un poco menos divina y los dioses más humanos.

Desnudo, ungido y borracho

Sería a comienzos de los setenta cuando lo vi por primera vez. En Galaroza (Sierra de Aracena, Huelva), recién sacrificado el cerdo, tenía lugar un extraño juego que, por alguna razón, parecía contener un residuo ceremonial. Los niños que por allí merodeaban se iban acercando al cubo de sangre, todavía caliente, como atraídos por una fascinación irresistible. El matachín metía un dedo en el líquido espeso y humeante, y con él iba pintando de rojo los carrillos de unos y de otros. De esta manera ungidos, los niños prorrumpían en risa nerviosa y echaban a correr, en medio de la algazara general. Poco después tendría lugar la primera comilona, a base del fresquillo de la víctima, compartida por sacrificantes, parientes, amigos, y bien regada con el fragante y joven vino del Condado. No faltaría quien se echara un cante. Y todo este conjunto de cosas era presidido por el fuego de la chimenea. Confieso que siempre que contemplaba esta escena me invadía un raro estremecimiento. En algún rincón de la memoria algo quería ser evocado; algo que habría leído o escuchado, tal vez en las clases de latín o en los seminarios de mitología clásica con García Calvo. Un artículo de Mercedes López-Cuervo Garrido (Gazeta de Antropología, nº 11, 1995) aclara lo que debieron ser los componentes paganos de una de las fiestas más misteriosas de la antigüedad: las Lupercalias o fiestas de la purificación de febrero. Estos rituales fueron vistos con recelo por la ortodoxia del imperio romano, hasta quedar prohibidos por Teodosio en el año 392, y duramente condenados por el papa Gelasio todavía un siglo más tarde. Dionisio de Halicarnaso (60-h.7 a.C.), explica cómo las ofrendas de animales (cabras, perros...) al primitivo dios Fauno (luego Pan) iban acompañadas de cantos y, al concluir el sacrificio, 'se presentaban delante del altar dos jóvenes a los que el sacerdote manchaba sus frentes con la sangre del animal, momento en que los ungidos debían reír. Un banquete, con la carne de la víctima, ponía fin a la ceremonia pública'. Falta aclarar que Lupercus (de donde Lupercalias) era el antiguo nombre de Fauno, dios campestre de la fecundidad, con aspecto de lobo, que probablemente recibió sacrificios humanos en épocas arcaicas, y cuya devoción era oficiada por jóvenes desnudos en bacanales de sangre y vino. Ya Cicerón recriminó a Marco Antonio haber participado en una de esas fiestas del bosque, nudus, unctus, ebrius (desnudo, ungido y borracho). Pero fue César Augusto quien renovó la fiesta en su política de propiciar el aumento de población, aunque prohibió ciertos excesos carnavalescos y lujuriosos que ya entonces causaban escándalo. Lo que viene a significar la primera persecución de los carnavales y el primer denodado intento por reconducir las inquietantes energías báquicas en provechosas y amables costumbres populares. Franco hizo eso mismo muchos siglos después. Y la Iglesia lo intentó desde muy pronto.

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