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Las californias europeas

En algún sitio he leído que entre las tres o cuatro obras hechas por el hombre que los astronautas pueden ver claramente desde el espacio, una de ellas es el inmenso mar de plástico que se extiende por las áreas de agricultura extensiva del poniente de Almería. Sus destellos son tan visibles como la propia muralla china. Para millones de personas que viven fuera de las fronteras de la Unión Europea, los destellos que emite nuestra sociedad del bienestar son igualmente visibles y muchos de esos ciudadanos intentan llegar aquí, pagando en ocasiones un alto precio por el intento. Y la atracción, por pura necesidad, es tan intensa que debemos empezar, también en España, a hacernos la idea de que el proceso no se puede detener. Ninguna estrategia basada en la represión y en el control policial ha podido detener esa fuerza incontenible en ninguno de los países que tradicionalmente son punto de llegada desde hace mucho tiempo. California o Texas, Alemania, Francia o Italia muestran el camino que seguirán países de inmigración reciente como España, donde con toda seguridad seguirán llegando nuevos inmigrantes por las dos razones por las que han llegado antes a otros lugares: porque nada les puede detener y porque son necesarios y serán más necesarios a lo largo de los próximos veinte años.

Casi todas las estimaciones indican que en España sólo existe aproximadamente un millón de inmigrantes. El total de extranjeros en España apenas supone el dos por cien del total de la población. Digo sólo por dos razones: primero, porque otros países comunitarios tienen porcentajes de población inmigrante que alcanza el seis, el ocho e incluso el diez por cien de su población y nosotros no vamos a ser diferentes en eso, y segundo, porque nuestra memoria colectiva es flaca y conviene recordar que todavía hay dos millones de españoles en el extranjero.

De ese millón de inmigrantes, en torno al sesenta por cien procede del Magreb, del África subsahariana, de algunos países de América Latina y una aportación modesta de Asia y de países de la Europa central y oriental. El otro cuarenta por cien corresponde a los extranjeros procedentes de países comunitarios que han elegido la costa mediterránea para residir. Pero cuando se habla de inmigrantes, todos sabemos que nos estamos refiriendo a una parte de ellos, a los que constituyen lo que conocemos como 'inmigración económica'. Es más, cuando nos referimos a la inmigración como problema -como amenaza- básicamente nos estamos refiriendo a los árabes, a los moros, porque otros grupos son mejor tolerados por la población autóctona. Tanto más cuanto más clara es su piel.

De esos procesos complejos ya sabemos muchas cosas y nosotros debemos preparar el terreno entre nuestros conciudadanos para evitar tensiones y el riesgo de que fragüen sentimientos xenófobos o de rechazo generalizado. Sabemos que en muchos países como Marruecos o Ecuador, el dinero que envían los emigrantes es la segunda fuente de divisas en importancia. Sabemos que las migraciones son en la mayor parte de los casos definitivas, que serán uno de los retos más formidables de las próximas décadas, que será muy importante la labor pedagógica de muchos, especialmente de los medios de comunicación. También sabemos que los inmigrantes que llegan no son los que ocupan la escala social más baja en sus respectivos países, sino que muchos llegan con niveles aceptables e incluso muy buenos de formación. Por fin hemos comprobado, incluso en España, que los inmigrantes no solo no quitan puestos de trabajo a los autóctonos, sino que para determinados sectores son imprescindibles, ocupando aquellos trabajos, penosos e indeseables, que los autóctonos no desean hacer. Y sobre todo sabemos que las estrategias policiales y la ausencia de transparencia y regulación son el mejor escenario para que afloren las mafias y sectores crecientes de inmigración ilegal.

También sabemos dónde trabajan. Como jornaleros en las nuevas californias constituidas por los enclaves de agricultura intensiva del litoral mediterráneo, como obreros en la construcción y en el servicio doméstico. En el caso de las áreas agrícolas nadie discute ya que una buena parte del llamado 'milagro' de algunas zonas de regadío de Almería, de Murcia, de Alicante, del Maresme o de tantos otros enclaves en formación, se explica por la existencia de una mano de obra inmigrante, legal e ilegal, sometida a niveles de explotación y de negación de derechos básicos inadmisibles e intolerables. El modelo es similar a las colonias de trabajadores hispanos de California o Texas.

Pero queremos saber mucho menos acerca de cómo viven. Dos terceras partes de ellos viven donde pueden. Viven inseguros. Viven hacinados. Tanto si se trata de viviendas alquiladas en la ciudad, como si se trata de cobertizos, almacenes, chabolas, naves, improvisados habitáculos con unas maderas y unos plásticos, e incluso en cuevas. Es un hacinamiento oculto, en parte invisible, cuando afecta a los que viven en el campo, fuera de las poblaciones. Pero incluso en situaciones de hacinamiento escandaloso e inmoral, es negocio para los dueños porque se alquilan incluso espacios en los que los no pondrían ni a animales de carga de su propiedad. Los inmigrantes son considerados 'depósitos' o reservas de trabajo, siempre disponibles para cuando sean necesarios, y siempre que sea posible -y lo es muy a menudo- contratados a precios muy inferiores a los de la localidad. Precisamente se trata de eso. Sobre esa base descansa una buena parte del modelo que algunos llaman 'milagro económico'. Viven en condiciones de explotación y en un contexto de exclusión espacial y social y de segregación racial. Es decir, exclusión económica, exclusión social y exclusión política.

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Más allá de astracanadas indignas como la publicación de la Guía de salud para inmigrantes, impropias de un gobierno democrático, también sabemos qué puede hacerse en nuestras sociedades. Corresponsabilizar, ordenar los flujos de forma transparente desde los países de destino -porque si los estados no lo regulan lo 'regulan' las mafias-, instrumentar políticas públicas que permitan la plena integración de estos ciudadanos con los mismos derechos que los nacidos aquí y, sobre todo, mucho trabajo de explicación. Y mientras tanto, regularizar a todas las personas que ahora están en España sin papeles y poner en marcha sistemas eficaces de control de todas las prácticas ilegales desplegadas por empresarios sin alma.

Joan Romero es catedrático de Geografía Humana en la Universitat de València.

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