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La historia conmemorativa

En los últimos días y como consecuencia de los actos de celebración que conmemoran la fundación de la Universidad de Valencia, diversos contendientes han polemizado en la prensa. Nicolás Sánchez Durá, por ejemplo, arremetía con humor y con desparpajo contra la multiplicación actual de los Borja, convertidos involuntariamente en nuestros primeros padres, en interlocutores de este tiempo, en antepasados a exhumar para celebración de un hito universitario y, a la postre, para legitimación local o nacionalista. Martí Domínguez y Vicent Martí, por su parte, le reprochaban su actitud iconoclasta, las incendiarias palabras que le dedica a Alejandro VI, afeándole su silencio culpable ante celebraciones españolistas -y frente a las cuales no se habría opuesto con igual porfía-, y defendían la justicia y la oportunidad de ese recuerdo valenciano.

Hemos de convenir en que a los miembros de toda institución les asiste el derecho a festejar los avatares capitales de un tiempo pretérito, porque el relato que los hilvana les da coherencia y les sirve para trazar una congruencia entre el hoy y el ayer, entre nosotros y nuestros antepasados, congruencia de la que, al parecer, estamos tan necesitados. Es decir, que cuando la Universidad de Valencia celebra su creación (Cinc Segles) no hace cosas distintas de las que son comunes, de las que son habituales entre españoles y valencianos, entre europeos y americanos, entre africanos y asiáticos. Los historiadores profesionales, lejos de abstenerse, participan en estos actos; en vez de ausentarse pretextando sus múltiples ocupaciones, en lugar de desentenderse, suelen contribuir con su trabajo y con su esfuerzo para que esas conmemoraciones tengan todo el esplendor y la erudición que se merecen. A cambio, son gratificados y su labor recibe un reconocimiento colectivo que es muy beneficioso para su narcisismo y para su moral profesional, tan decaída hoy. En el siglo pasado, nos decía Jacques Le Goff, la importancia de la historia y la centralidad de los historiadores dependían de su decisiva contribución política: nuevos Estados-nación, nuevas entidades territoriales, hacían su aparición y la nacionalización de la ciudadanía requería hacerles copartícipes de un relato unitario, de un tiempo remoto y secular en el que se mancomunarían antepasados y contemporáneos. Esa costumbre ha llegado hasta nuestros días, aunque algo cambiada. En efecto, hasta hace bien poco tiempo, en las celebraciones históricas del pasado fue habitual el ardor guerrero, la fiebre belicista; en las actuales, y después de la muerte generalizada a que nos llevó el siglo anterior, las conmemoraciones suelen ser civiles y festejan hitos institucionales que tienen que ver con la ciudadanía. ¿No será preferible ese cambio?

Generalmente, la celebración bélica o la conmemoración civil se fundamentan en una concepción de la historia en términos de memoria. Recuerda lo que hicieron tus antepasados -se dice-, evoca sus gestas, no olvides aquello que nos une a ellos y a nosotros. Has de saber de dónde venimos, has de retener cuál es la filiación y cuál es tu progenie, has de conservar su legado. En otros casos, cuando el pasado es vergonzoso, cuando de él se derivan males o ejemplos a evitar, cuando ese pasado sólo nos devuelve violencias e iniquidades, entonces su evocación es aleccionadora: quien ignora lo que otros hicieron, quien olvida lo que sus predecesores malbarataron, está condenado a repetirlo, a equivocarse de nuevo, a infligir otros daños, igual de odiosos y de viejos con que se hostigaron las generaciones anteriores. Es decir, a la historia se la concibe habitualmente como una argamasa o como un reparador, como un cemento que da cohesión a lo que no la tiene o como una lección que endereza y de la que se desprenderían modelos a seguir o ejemplos a evitar. Pero, además, a la historia se le atribuyen valores comunitarios, esto es, si volvemos sobre el pasado, si hacemos ejercicios de memoria es porque su evocación nos hace conscientes de nuestra pertenencia. Así como el recuerdo individual nos confirma la filiación y la progenie, la memoria colectiva nos ata a una comunidad, afirma los lazos primarios y nos hace ver, en efecto, que no nos pertenecemos del todo, que hay dependencias insalvables. Aunque esa concepción de la historia pueda tener sus virtudes cívicas, me permitirán que exprese una pequeña discrepancia, un pequeño egoísmo personal, fruto de la experiencia propia.

Muchos historiadores actuales tendemos a desconfiar de la labor conmemorativa a que estaríamos abocados y que fue tarea frecuente entre colegas del pasado, tan dispuestos a proporcionar munición patriótica. ¿Por qué razón? Porque la historia monumental o la historia anticuaria habrían sido y seguirían siendo sobre todo formas que confirman identidades en lugar de desmentirlas, dándonos un retrato muy mejorado de nosotros mismos. Muchos pensamos que la tarea pedagógica de la historia no puede fundarse ya en la reminiscencia que afirma una supuesta continuidad, sino que, por el contrario, debería adentrarnos en lo extraño, en lo que nos incomoda, en lo que desestabiliza esa identidad o ese perfil que creemos de una pieza. Estamos hechos de retales históricos, de trozos que no casan fácilmente, de junturas abiertas. 'Estamos todos hechos de retazos -decía Montaigne- y somos de constitución tan informe y diversa que cada pieza, a cada momento juega su papel. Y existe tanta diferencia -concluía- entre uno y uno mismo como entre uno y los demás'. Si hay dentro de mí algo siniestro y oscuro, si hay dentro de mí una inquietante alteridad, en palabras de Freud, si yo no me conozco bien y suelo ser un extranjero para mí mismo, la historia no podrá ser ya la celebración de la continuidad, el relato que me confirma, la memoria que me rehace: la historia no tendrá por meta encontrar las raíces de mi identidad estable, sino que, por el contrario, se empeñará en disiparla, en mostrar sus contradicciones; no intentará descubrir -anotaba Michel Foucault- el hogar único del que vengo, esa patria primera a la que los metafísicos prometen que regresaremos; intentará hacer aparecer todas las discontinuidades que me atraviesan. Sólo así, la historia dejará de ser materia de reconocimiento para convertirse en disciplina de conocimiento, el saber que afirma la distancia que me separa de los antiguos. El pasado no es ya esa patria primera, ese paraíso irrestituible que añoro; el pasado es un país extraño, algo que se me resiste, un tiempo que me exilia, un auténtico objeto de averiguación, un antídoto contra la memoria y sus dobleces.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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