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Columna
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El diluvio

Llovió sobre Madrid durante cuarenta días y cuarenta noches, la lluvia pertinaz borró la memoria de todas las sequías, e incontinente al fin, el discreto Manzanares pudo tomar venganza de tanto escarnio, burla y cuchufleta.

Invadieron las aguas desbocadas primero los barrios bajos, y luego, los medianos y más altos; cumplió la Castellana su vocación de río divisorio, fue el metro de Madrid más submarino que subterráneo, anegadas quedaron sus bocas y sus túneles, las grandes avenidas se hicieron torrenteras y empantanadas quedaron las plazas y glorietas, cegadas por los materiales de aluvión, vallas de obras, escombros y cascotes, árboles desgajados, marquesinas abatidas, semáforos caídos y vehículos arrastrados a la vorágine inclemente, vertiginoso flujo, caudal arrebatado que diluyó en un instante los rasgos de la fisonomía urbana e hizo de la urbe mesetaria ciudad lacustre, puerto improvisado en cuyas inéditas profundidades se amontonaban los pecios, automóviles inmovilizados en el légamo, restos de un naufragio en tierra firme.

Encargó rogativas el alcalde, plegarias subvencionadas, colectas y sufragios, misas y procesiones náuticas para aplacar la furia desatada de los cielos, mientras en los talleres municipales carpinteros de ribera construían un arca de proporciones desmesuradas para salvar de la inundación al primer edil, a doña Eulalia y a 38 justos de su cuerda en camarotes de primera clase, quedando reservada la bodega a una pareja, de derecho que no de hecho, de cada una de las especies que habitaban la ciudad inhabitable y sumergida.

Dos políticos y dos economistas, dos curas y dos agnósticos, dos funcionarios y dos notarios, dos socialistas y dos centristas, dos liberales y dos fiscales, dos magistrados y dos penados, dos comerciantes y dos cantantes, dos pintores de brocha gorda y dos artistas plásticos, dos albañiles y dos guardias civiles, dos intelectuales y dos generales, y así sucesivamente hasta completar un muestrario representativo, aunque incompleto, de la población urbana.

No se reservaron plazas para inmigrantes y el nepotismo y el favoritismo marcaron los criterios de selección del personal, y desde los primeros instantes de navegación a la deriva cundió el mal ambiente entre los pasajeros hacinados en la sentina, agraviados por los privilegios de los viajeros de primera clase, y a punto estaba de estallar el motín cuando el cuervo que el alcalde e improvisado capitán de navío había soltado como explorador volvió con un cardo borriquero en el pico, lo que daba prueba de que las aguas habían comenzado a retirarse. Unas horas más tarde, el vigía, un joven grumete de las nuevas generaciones populares, llamado Rodrigo de Pastrana, daba el grito de 'tierra a la vista'. En el horizonte emergían las torres inclinadas de KIO y Torre Picasso refulgía como un iceberg entre los islotes formados por los menhires de Azca.

Cayó de rodillas sobre la cubierta el piadoso alcalde y dio gracias a los cielos por haber cesado en su furia, aunque luego derramó cuantiosas lágrimas al ver definitivamente malogradas sus pompas y sus obras, especialmente las subterráneas. El tráfico que él quiso enterrar estaba ahora definitivamente sumergido y los madrileños que habían sobrevivido a la catástrofe no se sentaban al volante, sino a los remos o al timón de botes y lanchas, abundaban los pequeños veleros y las motos acuáticas, no había semáforos ni balizas y los marineros de agua dulce atracaban sus embarcaciones en cualquier saliente.

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Ya habían empezado los problemas con los atraques en doble fila, el río de la Castellana registraba un atasco en superficie como el de los días secos y bramaban las sirenas y las bocinas en estrepitosa algarabía. El alcalde empezó a tranquilizarse, las cosas no habían cambiado tanto. Él sería el primer alcalde del Madrid anfibio, la Venecia del Sur. Habría que empezar dando cursos de escafandrismo a los policías municipales, reclutar hombres rana, vigilantes de la playa y navegantes profesionales para imponer la ley y el orden.

El Madrid subterráneo había naufragado y ahora emergía el Madrid submarino. Tal vez, pensó, podrían utilizarse sumergibles para el transporte público y abrirles carriles con boyas flotantes.

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