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Columna
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<I>La vida como objeto de consumo</I>

Hace menos de medio siglo la vida poseía aún una categoría heroica. La vida servía para las misiones más elevadas, como la salvación de la patria, la defensa del honor, la redención de las almas. Hoy la vida no se reclama prácticamente para ninguna de esas cosas, y si se solicita, la respuesta es evasiva o nula. A la llamada de la patria se replica con la objeción de conciencia; a la defensa del honor se contesta con un pleito; a la salvación de las almas se responde con un cóctel espirituoso, desde la new age al zen.

Ni siquiera la idea de traducir la vida en un proyecto vocacional mantiene hoy la vigencia que le atribuían los educadores republicanos. Los quehaceres de nuestra existencia son ahora más circunstanciales que vocacionales, más efímeros que duraderos. El marco donde se va cumpliendo nuestro oficio de vivir se compone de numerosos y breves oficios que incluso es difícil hilvanar después. Las universidades forman actualmente a los alumnos no para cumplir con una llamada interior o un importante recado del cielo, sino para acoplarse de la mejor manera en los cantones del mercado. Los licenciados universitarios de este tiempo, sean de Derecho, de Física o de Ingeniería, se ven descalificados para trazarse una meta determinada. El profesional emprende su carrera sin avistar la meta. La meta, en todo caso, se cumplirá después y al margen, frecuentemente, de las carreras.

Puede creerse, sin embargo, que esto no ocurre con los artistas que todavía sienten la quemazón de la llama vocacional y la obedecen con entusiasmo. Pero incluso en ellos, aunque la lumbre persista, se han multiplicado la heterogeneidad y la densidad de las respuestas. Artistas se ven ahora por todas partes y efectuando labores que sólo por la estetización general de la sociedad recuerdan el estilo de los creadores. O, al revés: el artista es, sin duda, uno de los profesionales que más ha perdido su inocencia en los mercado-basura, estéticamente desvirtuados.

En suma, la concepción de la vida al modo de un caudal primordial y potenciador de sentido apenas se sostiene hoy. La vida es ahora un patrimonio que se parece menos a un tesoro para invertir que a un verdadero artefacto de consumo. Dadas las circunstancias, con la vida no logramos cumplimentar un plan de realización fuerte y concreto. No podemos pretender llegar siquiera a ser lo que somos porque, para empezar, es mucho más incierta nuestra identidad y, para terminar, es altamente dudoso que deseemos ajustarnos al autodiseño que trazamos. Dentro del sistema general de la moda que reina sobre todas las cosas, cambian también los gustos respecto al boceto del yo y, en suma, se vive más de acuerdo a la época siendo una entidad flexible.

Hace años acaso habría repugnado enunciarlo así, pero hoy la vida se revela como el máximo objeto de consumo. Gracias a este superartículo es posible obtener incontables experiencias, gracias a esta megamercancía se accede a un impensable surtido de aventuras intelectuales y sensoriales para la continua degustación del placer, del tedio o del dolor. De ser pues la vida, hace apenas medio siglo, un legado al que era preciso procurar valor objetivo, ha pasado a ser un bien de absoluta propiedad particular, enteramente subjetivo. Ahora carece de pertinencia preguntarse qué ha hecho éste o aquél con su vida a la manera de una reconvención que pide responsabilidades sobre el empleo de un don recibido para la producción. Ahora la vida es un bien de consumo personal que se disfruta mejor o peor, que puede tirarse o usarse más o menos según las preferencias de cada cual. Es, de hecho, tan intrascendente que se encuentra por completo en nuestras manos, y tan cara que ahora sí que no existe nada igual.

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