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Columna
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El zorro iba el tercero

Llegan noticias muy preocupantes de Londres a propósito de los peligros para la caza del zorro en el Reino Unido. Cuentan que la prohibición ya ha sido decidida por la Cámara de los Comunes y está pendiente aún de ser ratificada por los Lores, zarandeados por la reforma de Toñín Blair. Como tantas otras veces, en ellos, en los Lores, están puestas todas las esperanzas porque quedan fuera de las disciplinas partidistas imperantes en la Cámara baja y porque permanecen ajenos a los avatares electorales en la medida en que sus escaños les vienen por herencia o nombramiento. De ahí que se hayan convertido, como en tantas otras ocasiones, en la última oportunidad de preservar un deporte tan distinguido que sostiene sin valerse de espúreas subvenciones más de 250.000 empleos. De consumarse la prohibición de la caza del zorro sería todo un sector tradicional, ahora próspero, el que se vendría abajo. Se acabarían las jaurías de perros, entraría en decadencia la cría caballar y el consiguiente daño medioambiental afloraría de modo irreparable. Algo así como la desolación resultante aquí si la vaca cuerda desapareciera de la cornisa cantábrica o el toro bravo de las dehesas salmantinas.

Convendría, por tanto, evitar cualquier actitud de regocijo ante la situación de este lucrativo deporte primero, porque somos ajenos a ese circuito situado fuera de nuestra competencia y segundo, porque de los problemas legales de la caza del zorro en Inglaterra habría mucho que aprender para cuando puedan llegar aquí las dificultades respecto a otras especialidades cinegéticas o para cuando suban de tono las protestas de las sociedades protectoras de animales contra la fiesta de los toros. Alrededor de la caza del zorro, documentada desde comienzos del siglo XVII, hay infinidad de historias instructivas. Se cuenta por ejemplo de unos jinetes participantes en una de estas partidas que, encontrándose desorientados sobre hacia dónde dirigirse, detuvieron sus monturas para preguntar a unos campesinos si habían visto pasar una jauría de perros basset hound persiguiendo a un zorro. Los de a pie les confirmaron que así había sido añadiendo una estimación sobre el tiempo transcurrido y sobre la dirección que llevaban. Todavía los caballeros quisieron saber cómo corrían los perros. Muy bien, dijo uno de los granjeros, los basset hound corrían muy bien, el zorro iba el tercero.

O sea que los basset hound del cuento habían superado sus dependencias instintivas igual que sus aristocráticos amos para transformarse en verdaderos deportistas, mucho más interesados en inaugurarse como corredores que en perseverar limitados a una persecución para dar alcance a una presa, el zorro, a la que habían ido despreciando olímpicamente mientras uno tras otro procedían a rebasarla, liberándose al mismo tiempo de la esclavitud que supone hocico en tierra seguir olfateando su rastro. Así sucede también muchas veces con los políticos y con los periodistas y con los cultivadores de otras muchas disciplinas y actividades cuando intentan superar su fase inicial de dependencia de los datos sensibles que aportan los sondeos y sobrepasar la fina percepción de la realidad e intentan despegar del pragmatismo y ascender por el arduo camino de la abstracción para instalarse en las cumbres de aire puro como visionarios sobrevenidos.

Es el momento en que el partido y los votantes para unos y las audiencias y los lectores para otros empiezan a gravitar como una masa inerte, como una limitación inmerecida, perturbadora de las grandes ideas del líder llegado a un nuevo estadio de lucidez. Es el caso en política de Agamenón o en periodismo de Jota Pedro, por citar sólo dos ejemplos asincrónicos en los que nadie pueda ser reconocido de modo crítico. Es entonces cuando los protagonistas se sienten víctimas de la ingratitud social. En el balance que a cada instante hacen de su cada vez más esforzada trayectoria, la experiencia acumulada llega a producir efectos cegadores que impiden apreciar los valores encarnados en las nuevas figuras surgidas en la escena, así como el reconocimiento de otras soluciones posibles a los problemas de todos. Se abandona el ejercicio de identificar las soluciones idóneas y el líder político o mediático termina creyéndose la solución. Por el momento, ante el público queda abrumadora constancia de las habilidades adquiridas en carrera a campo través hasta el punto que el zorro ya ha sido rebasado y va el tercero. Cuidado.

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