Los cazadores
La cacería empieza en un bar del barrio de la Bordeta, en la Bisbal (Baix Empordà), a las siete y media. Mientras bebemos café, anís o una arcaica mezcla de moscatel y coñac, el Grasiosa explica cómo barrieron ayer las huellas viejas de jabalí, acción imprescindible para poder encontrar hoy el rastro. Hacia las ocho nos reunimos todos en Sant Sadurní de l'Heura, a pocos kilómetros de la Bisbal, en las Gavarres, unos montes de poca altura, pero de imponente espesor. Empieza la conversación táctica, trufada de bromas. Un humor curioso, el de estos cazadores: sus chanzas son afectuosas, pero las disparan como si estuvieran enfadados. Pienso en mi abuelo, un barbero nacido a finales del XIX: nunca se había mirado en los ojos de mi abuela y las palabras de cariño tenía que arrebozarlas con sorna, del mismo modo que ellos se lanzan ahora divertidas puyas sobre errores cometidos en anteriores cacerías. Somos unos veinte. La mayoría están callados. Necesitan pocas palabras para preparar la táctica de hoy. De vez en cuando salta una frase irónica. Pasamos la primera parte de la mañana rastreando. Voy en el grupo de Salvi y Àngel, cuarentones como yo. Salvi y su padre son payeses propietarios de buenos regadíos en Parlavà. Enseguida encontramos huellas frescas, claramente dibujadas en los campos. Por la hondura y características de las pisadas deducen mis amigos si el jabalí sube o baja, va o viene. Los jabalíes (llamados escuetamente 'porcs') duermen de día, y de noche andan y tragan sin parar. Estamos buscando el bosque en el que algunos de ellos se han dormido. De vez en cuando la tierra aparece removida. 'Cop de morro!', exclama el rastreador. Ello indica que los jabalíes han escarbado con el hocico buscando raíces o bellotas.
A la caza del jabalí, el 'porc'. Rastreo de huellas de un tiempo que no ha de volver, al cual los cazadores dedican todo su humor y candor
Rastreada la zona, los diversos grupos se encuentran para desayunar. El sol es débil, pero nos reconforta el calor de un fuego, amén del generoso vino. Uno asa butifarras; otro ofrece ensalada de cebolla y pimiento; el de más allá, embutidos o tortillas. Untamos el pan con tomate y con un verde aceite de almazara. Café, coñac, farias. Con ánimos renovados, se inicia propiamente la cacería. Desenfundan los respetables fusiles y se tocan con gorras rojas. Obtengo el privilegio de acompañar a Josep Fita, el cap de colla, cuyo automóvil acarrea el remolque de los perros. Nos dirigimos hacia un bosque no muy extenso, fácil de rodear. Un grupo ha rastreado huellas allí: 'Si hi ha porc', dice el jefe, la caza será pan comido. Da algunas instrucciones por radio. Sitúa los perros ante las huellas. Son menudos y muy ágiles, pero remolonean. No quieren meterse en el bosque. Decepción. Los rastros eran viejos. Nos desplazamos a otra zona. Donde yo no veo más que un mar de ondulantes montañas, ellos reconocen cada hondonada, cima, casa, campo y riachuelo. Fusil en ristre, rodean una extensa porción de bosque colocándose frente a unos pasos que, al parecer, los propios jabalíes marcan en sus paseos nocturnos. Si los perros descubren a los jabalíes, estos huirán al galope por una u otra senda al final de la cual les estará esperando un cazador. Acompaño a Salvi durante más de tres horas. Hablamos algo de nuestras vidas, pero básicamente escuchamos el silencio del día, la voz del musgo, el canto del viento, los carraspeos del bosque. De vez en cuando, en alternativas de emoción y decepción, los ladridos de los perros anuncian la presa. Avanza la tarde. Se detecta un zorro, que los perros persiguen y pierden. Todo apunta a una gran decepción. Y se consuelan: este año han matado ya 60.
Tardan más de una hora en recoger a los perros. Hacia las seis, cuando oscurece, entramos en una barraca. Enorme barril de cerveza, fuego en el hogar, perfume en los fogones. Fenomenal suquet de escrita y congrio. Rojos por el fuego y el vino, se desatan las palabras: cacerías pasadas, aventuras antiguas, nostalgia de los tiempos en los que estos propietarios de coches 4x4 tardaban dos horas para ir de casa a la escuela. Los ramalazos sentimentales se compensan con una exhibición de requiebros irónicos. Humor y candor: diría Pla, el mejor intérprete del Empordà rural. Cuando Pla escribía, sin embargo, este mundo estaba vivo. Los cazadores lo saben: son restos del naufragio. En ellos sobrevive la memoria de los abuelos payeses, del terruño aislado y heroico. Practicando la atávica costumbre de la caza, perpetúan la mirada de los que lucharon para sobrevivir en un medio hostil, a los antípodas de la bobalicona admiración que sienten por la naturaleza las gentes de hoy. Cazan los jabalíes porque son sus hermanos: indomables restos del pasado. Se pierden en el bosque como ellos. En estas curiosas fraternidades, comen, beben, cazan y arrebozan el afecto con ironías para afirmarse en las creencias de la infancia y conjurar la desazón de estos tiempos revueltos y extraños en los que todo va y todo viene sin dejar rastro.
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