Trágico Congo
Al margen de la suerte personal de Laurent Kabila, cuya muerte más que probable seguía anoche sin ser confirmada oficialmente, el atentado de Kinshasa parecía escrito. Y no porque en Congo haya una alternativa al dictador acribillado o exista alguien con apoyos para poner orden en el rompecabezas sangriento del país africano. La oscura intentona es la fatal consecuencia de una guerra civil estancada que envuelve, en una región de las dimensiones de Europa occidental, a media docena de naciones, tres grupos rebeldes y gigantescos intereses contrapuestos sin árbitro claro. Y a la que el acuerdo precario alcanzado el verano pasado en Lusaka, que incluía un armisticio y la retirada de tropas extranjeras, no ha puesto fin.
El alto el fuego ha sido desde entonces repetidamente violado por todas las partes; y la propia ONU, cuyo Consejo de Seguridad acordó en febrero pasado enviar 5.000 soldados a la zona, sigue sin efectuar un despliegue que parece por momentos imposible. En la República Democrática de Congo, antiguo Zaire -rico en diamantes, oro, café, madera y minerales estratégicos-, cada ejército vecino tiene poderosas razones para permanecer. Se trate de los enemigos de última hora de Kabila (Ruanda y Uganda, en su frontera oriental) o de sus aliados (Sudán, Angola, Namibia o Zimbabue). Unos y otros sacan provecho estratégico o económico de un vasto y exuberante territorio desvertebrado, cuyos despojos ambicionan y donde el Estado hace tiempo que se vino abajo.
Cuando Kabila fue instalado en el poder por Ruanda y Uganda, en 1997, tras la huida de un Mobutu ya enfermo de muerte, casi todos creyeron que mejoraría la situación del país que los belgas convirtieron en su coto privado en 1885 y que llegó caóticamente a la independencia hace 40 años. Parecía fuera del alcance humano empeorar el legado del déspota Mobutu. Pero Kabila, largo tiempo exiliado, resultó ser poco más que un jefe tribal incompetente, incapaz de poner orden en un laberinto étnico y político, económicamente desarbolado. Ha presidido sobre parecida crueldad y corrupción que su predecesor y ha añadido la guerra y la desintegración. El líder congoleño abatido en su palacio nunca controló a su dividido y regularmente amotinado Ejército, ni siquiera a sus propios ministros, más señores feudales que funcionarios al servicio de un inexistente proyecto de gobierno. Es poco probable que su hijo, el general Joseph Kabila, que parece haber asumido momentáneamente el poder, tenga más oportunidad de lograrlo.
La desaparición de Kabila acentúa los más oscuros perfiles de una crisis a la vez enquistada y volátil, en la que poco importa que los sufrientes congoleños, zarandeados por todos, aspiren a mantener la unidad de su territorio. Su grado de descomposición hace temer por la desmembración del país del gran río, mande quien mande en Kinshasa. Con mayor urgencia que nunca, las Naciones Unidas deben arbitrar una fórmula suficientemente creíble para impedir que la situación de Congo, hasta ahora una internacionalizada guerra civil sin grandes ejércitos ni batallas, degenere en conflicto a gran escala que abrace de este a oeste la cintura de la torturada África.
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