De primera mano
La actuación de Rostropóvich se presentó esta vez con el interés añadido de centrarse en compositores rusos, algunos de los cuales mantuvieron con él una relación personal: Prokófiev y Shostakóvich tuvieron así, más que un intérprete, un amigo con todos los datos en la mano para traducir fielmente sus partituras. Y aunque el músico de Bakú no tiene en la batuta la magia de su violonchelo, la sesión resultó estimulante, al menos en la segunda parte.
En la primera, sin embargo, quedaron cosas por cuadrar. La obertura-fantasía de Romeo y Julieta, con la que se abría el programa, vertió un Chaikovski algo desvaído, donde el lírico tema de la sección central no apareció con toda la luz que puede tener, ni hubo suficiente tensión en los pasajes contrastantes.
Luego, en el Concierto nº 5 de Prokófiev, la orquesta tapó en demasiadas ocasiones a un pianista ágil y límpido, pero cuya débil sonoridad no podía oponer el brillo de su instrumento al del tutti. Y ese brillo es necesario en pentagramas donde el gran virtuoso que fue Prokófiev otorgó al piano un papel de alta relevancia.
El ajuste, no obstante, estuvo muy logrado, a pesar de la complejidad rítmica de la partitura. En el Larghetto, además, Rostropóvich se esforzó por poner en evidencia el componente lírico, que no siempre es valorado en la obra de Prokófiev, tal como lamentaba el propio compositor. Al finalizar la intervención programada, el jovencísimo pianista hizo, en solitario, un bis de Mendelssohn donde sus cualidades como intérprete no quedaron sepultadas por el vigor de la orquesta.
Fue en la Décima Sinfonía de Shostakóvich donde la batuta demostró un conocimiento certero y profundo de lo que llevaba entre manos. Se obtuvo, a lo largo de toda su duración -una hora, aproximadamente-, la continuidad de expresión anímica y la coherencia entre los diferentes climas, que pasan de la agitación más extrema a la melancolía profunda.
Y esa continuidad es difícil de lograr en una partitura donde el autor debió sufrir uno de sus ataques de malheria (broma que le gastaban para referirse a su admiración hacia Mahler), y las rupturas del propio discurso son -a veces- tan fieras como en el compositor moravo.
Los aplausos del público obligaron a conceder un bis: el estupendo arreglo de Shostakóvich sobre el tema Té para dos, del musical No, no Nanette (Vincent Youmans). Un arreglo donde se notó la perfecta comprensión que un músico decididamente soviético tenía de la especificidad americana. Toda una delicia.
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