La diligencia
Uno aspira a ser un buen ciudadano. Uno no es un comunista peligroso dispuesto a aprovechar la menor excusa para incitar a la toma del Palacio de Invierno. Es más: en sus mejores momentos uno piensa que, a pesar de todo, este país funciona bastante bien. Incluso Renfe funciona bastante bien: durante años tomé el tren para ir al trabajo y nunca tuve demasiados problemas. Uno, en suma, es un optimista. Así me va. Así no va.
El sábado por la mañana mi mujer coge los regalos que los Reyes Magos han dejado con retraso en mi casa, nos coge a mí y a mi hijo y nos mete a todos en la estación del tren: como la Navidad no ha conseguido matarnos de una sobredosis familiar, vamos a una fiesta familiar. Mientras esperamos el tren peroro sobre las ventajas de viajar en tren y sobre lo bien que funciona Renfe, cuando me interrumpe un altavoz: nuestro tren lleva media hora de retraso. Tres cuartos de hora después, ya en el tren, pregunto al revisor por las causas del retraso. 'Un barbudo con un perro', contesta. 'Subió sin billete. Le hice bajar, pero antes de que el tren arrancara volvió a subir. Así varias veces'. Una hora más tarde llegamos a la estación del paseo de Gràcia en Barcelona. En el restaurante, la familia tiene una cara de hambre espantosa, pero apenas nos sentamos a la mesa mi mujer me mira con una cara todavía más espantosa: acabo de dejarme los regalos de Reyes en el tren. Vuelvo al paseo de Gràcia, hablo jadeando con una señorita: me dice que lo mejor que puedo hacer es llegarme a la estación de Sants, que es donde el tren termina su recorrido: le hablo de la cara de hambre de mi familia y le pregunto si no podría llamar a Sants para que guardaran los paquetes hasta la tarde. 'Yo de usted iría ahora mismo', contesta, enigmática. 'Dentro de cinco minutos sale un tren. Cójalo: cuando llegue a Sants yo ya habré hablado con ellos'. Media hora más tarde llego a Sants: nadie ha hablado con ellos, nadie sabe nada de un par de regalos de Reyes, nadie sabe nada de nada. Una señorita me acompaña a registrar el convoy en el que habíamos viajado: nada. Tras descartar la idea de exiliarme a Tucson, Arizona, regreso de vacío a la comida familiar: las caras de hambre se han transformado en caras de odio, y cuando por la tarde llega el momento de repartir los regalos me pongo mi disfraz de articulista y les largo un sermón contra el consumismo: propongo que sustituyamos la ceremonia vacía y sin espiritualidad de la entrega de regalos por un canto a coro del Virolai.
Viaje en tren. Abarrotado e incómodo, como para sentirse estafado. Pero los conatos de sublevación de los pasajeros no prosperan en queja formal
A las ocho y media de la tarde estamos de nuevo en el paseo de Gràcia; además del de mi familia, he conseguido hacerme acreedor al odio de mi mujer y mi hijo, que por mi culpa se han quedado sin regalos. Como si quisiera aliviar la tensión, el tren llega puntualísimo, pero lleno a rebosar. Mi mujer consigue de milagro un asiento: se sienta ella y sienta a mi hijo encima de ella. En el pasillo y en los rellanos se acumula la gente: a ojo calculo que debe de haber más de 50 personas de pie. Entonces me acuerdo de la última vez que Renfe me estafó: conseguí convencer a los desdichados que se atiborraban conmigo en un rellano para que presentáramos una reclamación colectiva, pero en la estación de Caldes subió al tren el escritor Ponç Puigdevall, que nos miró a todos en general como si fuéramos comunistas peligrosos y a mí en particular como si fuera Lenin, así que el motín se apagó y nadie tomó el Palacio de Invierno. Entonces mi mujer me sorprende y me dice que ella sí ha presentado un par de reclamaciones: le contestaron dándole las gracias. Una señora a quien acabo de meterle el codo en la boca tercia diciendo que ella ha dejado su coche en Sils porque los políticos recomiendan usar el transporte público. Una estudiante cargada de bolsas asegura que esto le ocurre cada viernes y cada domingo por la tarde. 'Hoy es sábado', le digo. 'Los sábados también', contesta. Un muchacho marroquí dice que lleva 24 horas sin pegar ojo, trabajando, y que él ha pagado 900 pesetas para ir hasta Girona sentado y durmiendo. Otros viajeros se suman al motín. Mi hijo se ha dormido en brazos de mi mujer; me siento como un pionero viajando en diligencia hacia Tucson, Arizona, y me oigo decirlo en voz alta. 'Sí', me corrige la estudiante, cinéfila. 'Pero en las diligencias por lo menos había sitio para jugar a las cartas'. Aparece el revisor, y exponemos nuestras quejas, que se resumen en una: pagamos con nuestros impuestos un servicio público que nos estafa; lo menos que podían hacer es devolvernos el importe del billete. El revisor, que no tiene la culpa, reconoce que llevamos razón, nos pide que reclamemos, intenta poner un parche asegurando que en Granollers bajan cuatro personas. Es verdad. Pero suben siete. Más o menos lo mismo que en las demás estaciones. Cuando llegamos a mi pueblo el motín ha vuelto a apagarse y todo el mundo está demasiado ocupado para reclamar: el marroquí duerme a pierna suelta, igual que mi mujer y mi hijo; la estudiante tiene que coger un autobús; la señora se ha bajado en Sils. Los pocos supervivientes nos miramos de soslayo, deshechos y avergonzados: hoy tampoco tomaremos el Palacio de Invierno. Así nos va. Así me va.
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