Amor y pedagogía
El guión de Fassbinder sobre la narración de Fontaine para la película que se llamó Todos nos llamamos Alí se proponía, entre otras cosas, homenajear de modo crítico al melodrama de cine en la más pura estela Douglas Sirk, tan venerado también por Almodóvar un tanto a la manera en que las tortugas admiran la velocidad. Una mujer alemana, madura y solitaria, se enamora de un magrebí joven con el que vivirá una historia de amor más tierna que apasionada, obstaculizada como es lógico por los convencionalismos de su entorno. Hay que decir que en esta versión pesa más la diferencia de edad de los protagonistas y la ternura de su amor que los apuntes xenófobos, por lo mismo que pesa más, para mal, el contraste entre la pureza de propósitos de la pareja y la caricaturizada maldad del entorno que los rechaza. Lo convencional suele ser más de andar por casa en la torpeza espontánea de sus expresiones malignas.
Una vigorosa puesta en escena, como es habitual en Carme Portaceli, desdeña los matices para subrayar lo que entiende por esencial, aunque para ello deba recurrir en ocasiones a la caricatura tal vez indeliberada. Al basar la versión en el guión de Fassbinder, el montaje no siempre elude con fortuna los escollos derivados de una estructura cinematográfica que el teatro no puede dar si no es a expensas de una excesiva fragmentación de las escenas y de una velocidad expositiva que muchas veces gana en agilidad lo que pierde en intensidad, y ello pese a contar con una escenografía bien resuelta por Paco Azorín pese a las reminiscencias de siniestro panóptico expresionista. En realidad es el enorme trabajo de Pepa López el que, a fuerza de miradas y de numerosas pausas de desventura, salva un propósito algo confuso más allá de la actualidad de su pretexto inicial de denuncia antixenófoba, mientras que Nacho Fresneda es tan apuesto y tan elegante a su manera que resulta difícil creer que carezca de opciones distintas a la de entregarse sin más en brazos de la mujer madura. Quizás se trate de otro tipo de querencia, que aquí ni se sugiere. A todo ello hay que añadir los enormes baches de ritmo, la repetición innecesaria de escenas redundantes y un efecto de clausura tan débil que el espectador no percibe que ha llegado la hora del aplauso final. La mala literatura está empedrada de las mejores intenciones. Lo mismo ocurre con el cine y también, a veces, con el teatro.
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