¿Y si hablamos de la izquierda?
Los había que contra Franco vivían mejor, tiempos felices aquéllos, cuando el blanco y negro no presentaban texturas grises y uno sabía quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Enganchados a la sobredosis adolescente del antifranquismo, esta vieja izquierda sólo sirve para la nostalgia y la memorística, pero no agita el presente como fue capaz de agitar el pasado. Jóvenes progres se han vuelto viejos derrotistas y sólo sirven para el decorado de la historia. Pero hay otra izquierda, menos edípica, que ahí está, con sus grandezas y sus bajezas, intentando marcarle el ritmo salsero a la sardana que nos gobierna. Hablemos de ella, más allá del elogio con que la miman sus intelectuales al uso. Hablemos de sus errores, de su responsabilidad. Porque errores los ha habido, queridos míos, y algunos de bulto. Pero antes, la previa obligada: en estos tiempos de ateísmo ideológico, ¿podemos hablar de la izquierda? Sin ninguna duda, que a pesar de la superpoblación que habita en el centro centrado, la izquierda tiene más sentido que nunca, pero lo tiene si hace una doble catarsis: suelta lastre estético y se recarga nuevamente de ética. Que esos miles de marginados, en el vagón de cola de nuestro bienestar, están hartos de tanto caviar ilustrado y tanta revolución de diseño. ¿Izquierda divina? ¡Divina pijería!
Nadie tiene culpa genética, por supuesto, pero ¿qué narices ha ocurrido en esa Cataluña de nuestros amores que todo izquierdoso que se precie ha nacido en buena cuna y mejor lecho?
Por ahí empezamos, por los orígenes. Nadie tiene culpa genética, por supuesto, pero ¿qué narices ha ocurrido en esta Cataluña de nuestros amores, que todo izquierdoso que se precie ha nacido en buena cuna y mejor lecho? Lejos de los Durruti y los Nois del Sucre o las Montseny de las izquierdas republicanas, las izquierdas posmodernistas (y felizmente monárquicas, todo hay que decirlo) se han nutrido de los hijos ilustrados de las buenas familias. Como tiempos ha, cuando los hijos segundos se dedicaban a la Iglesia y los hereus al patrimonio, estos hijos segundos del antifranquismo se han dedicado a perpetrar revoluciones de bolsillo. ¿El patrimonio? Continúa bien, gracias, inasequible al desaliento. Es aquello de Pere Portabella cuando, rodeado de mirós y tàpies en su salón, me decía que le había resultado 'higiénico manifestarse con los obreros'. Casi como un happening, a la usanza Woody Allen...
Políticos, los Nadal, Maragall, Ribó, Serra, Reventós...; intelectuales, casi todos, incluyendo el ejército de apellidos con de o guioncito que firma la opinión pública. Culturales... Como una gran familia, a veces literalmente, esta ascendencia tan alta de nuestra alta intelectualidad ha impreso carácter. Me dirán que los nuevos Montilla son la otra Cataluña, y es cierto en su doble aspecto: representan la que ha venido de abajo y de fuera. Pero bien situados en el escalafón sucesorio, no están situados en ningún escalafón intelectual: ni marcan el discurso (casi no tienen), ni el debate (casi no hacen). ¿Será por voluntad o por incapacidad? Sea como sea, el pensamiento de la izquierda en Cataluña ha nacido bien, viste bien y come mejor. Y toda mantiene una relación freudiana con papá Pujol.
Primer error: la incomodidad con el pasado. Si hemos escrito aquí que el pujolismo ha manipulado y reinventado la memoria, ¿podemos salvar a la izquierda de ese proceso de esterilización colectiva? Para nada. Nacidos de la tradición comunista antifranquista, que no fue la cultura predominante de la izquierda republicana, han tenido un interés especial en silenciar ese bagaje histórico con el que se sentían altamente incómodos. Así, atrapados entre el Catalunya Cristiana y el PSUC, los republicanos, libertarios y sindicalistas heterodoxos no han sido el referente de nadie y su castración memorística ha significado una seria castración intelectual. De golpe le cambiábamos el paradigma histórico a la izquierda catalana, de heterodoxa a ortodoxa, de ecléctica a dogmática, de libertaria a comunista. Peor aún: olvidábamos que tuvimos otra tradición. Una tradición que intentó agitar la realidad, transgredirla, cambiarla.
Y si incómodo era el pasado, más incómodo era el presente. Sin saber qué hacer con la derrota electoral, tampoco supieron mucho qué hacer con la tradición catalanista de la que eran los herederos directos. De manera que la regalaron, íntegra, al nuevo guardián dels tarongers, convertido, ¡oh sorpresa!, en hereu de la causa. Sólo la izquierda tiene la culpa de que Pujol haya parecido el sucesor natural de los Company y los Macià, cuando justamente habrían sido sus adversarios feroces. Tiene la culpa por absentismo, por dejación de memoria, por abandono. Ni arraigada en la tradición de la izquierda histórica ni en la tradición del compromiso nacional, nuestra izquierda ha vivido en su burbuja de aire, complacida de tener tanta razón intelectual y tan poca razón política. Que si Cataluña votaba a Pujol era Cataluña la que se equivocaba...
Y luego estaba la cosa de las movilizaciones, la cultura reivindicativa que marcó las pautas de la transición: otra incomodidad. Instalada ya en los poderes -que si no ha tenido el poder, la izquierda ha tenido mucho poder en estos 20 años-, aprendió rápido a desmovilizar asociaciones de vecinos, subvencionar líderes sociales, fichar asesores y así cortarle la cabeza a la gamba para que fuera más digerible y menos inquietante. Si tenemos un país que duerme el sueño de los justos, casi incapaz de moverse más allá de sus narices, se lo debemos a esa guillotina que, desde el poder, aplicó la izquierda a la sociedad. Tres fueron los destinos de los antiguos líderes: nutrieron las listas electorales, nutrieron las asesorías de los colegas políticos o se fueron a casa. En los tres casos quedaron neutralizados.
Y si alta fue la cuna de nuestra dama de la izquierda, baja fue la cama que frecuentó en sus noches de alegría: nada de transgresiones ni utopías, buena amiga de sus amigos empresarios, mejor colega de algunas renuncias al uso especulativo, tuvo sueños de centralidad y así le nacieron los monstruos que luego la espantarían. Que si Pujol abusaba senyera en ristre, los nuestros abusaban diseño en bandolera. De ahí nació esa izquierda virtual con más canapés que luchas, esteticista, ilustrada, desmemoriada, desarraigada, moderna. De ahí el oasis catalán, el compadreo político, el overbooking centrista, el desconcierto. De ahí la falta de referentes. De ahí la falta de objetivos. Que, aparte de echar a Pujol, ¿qué proyecto tiene nuestra izquierda para la Cataluña despujoleada?
Recuperada la memoria, habrá que recuperar el sentido de la agitación. Quizá la mala conciencia de la utopía. Porque eso, y sólo eso, da sentido a la izquierda: la mala conciencia. Y señores, habrá que tener mucha mala conciencia si queremos gobernar los tiempos que vendrán. Mucha mala conciencia si no queremos ser cómplices de sus horrores. 'Alta cuna y baja cama'...
Pilar Rahola es periodista. pilarrahola@hotmail.com
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