Mezquindad y demagogia
'Con nuestra débil tasa de natalidad, necesitaremos mano de obra', dijo el pasado agosto el ministro del Interior. La realidad ha ido, en este caso, por delante de las previsiones, si de previsión puede hablarse cuando se trata de política de inmigración. Gracias a esa mano de obra somos ya, oficialmente, más de 40 millones, una magnitud impensable para el Instituto de Estadística. De los 40, al menos uno eran, cuando se dio por cerrado el último proceso de regularización, inmigrantes en situación legal. Y de éstos, la mayoría procedían del antes llamado Tercer Mundo: marroquíes, sobre todo, pero también, en número creciente, ecuatorianos y colombianos.
Están ahí, con papeles o sin papeles. En conjunto, se acercan al 3% de la población, pero como siguen llegando y su natalidad es superior a la de los nativos, pronto serán el 5%: dos millones en números redondos. Trabajan, sobre todo, en el servicio doméstico y en la construcción, lo mismo que los españoles cuando emigraron del campo a la ciudad o, en los años cincuenta y sesenta, cuando salieron masivamente al extranjero. Pero, a diferencia de éstos, los que vienen a España llegan desprovistos de papeles y cargados de deudas: un presente lleno de incertidumbre y un futuro hipotecado.
Tienen, por tanto, que encontrar trabajo como sea. Pero como carecen de derechos laborales mientras no consiguen su papeles, deben moverse de manera que nadie les vea. Hasta que un día, alguna catástrofe los vuelve visibles. Hace un año, los brotes racistas y xenófobos en Andalucía y Cataluña; en el verano, la furgoneta en la que estuvieron a punto de sucumbir asfixiados más de 30 inmigrantes que viajaban de pie, hacinados; esta semana, de nuevo, una furgoneta en la que encontraron la muerte 12 ecuatorianos que, si no hubieran tenido que viajar como invisibles, habrían tomado el trayecto más corto, la autovía, en la que nunca se les habría cruzado un tren.
Cada una de estas noticias nos revela sobre nosotros algo imprevisto. Lo primero que descubrimos fue que aquí el racismo no se limita a algún nacionalista montaraz de los que andan siempre a vueltas con el factor RH; que bastan unas semanas, unos meses, para que el racismo arraigue en la cultura colectiva y se convierta en un acicate para la acción. Lo que aprendemos hoy es que, además de racista, en esta sociedad nuestra que va tan bien y que mira ahora a su pasado no ya sin complejos -como gusta decir el presidente del Gobierno-, sino con impúdica autocomplacencia, hay gente, no sabemos cuánta, que trabaja en condiciones de semiesclavitud.
Racismo y explotación: palabras demagógicas, porque la realidad es siempre más complicada y el balance económico de la inmigración debe ser 'muchísimo más complejo y global', según explicaba el ministro del Exterior. Ahora ha hablado otro ministro, el de Fomento, sólo para decir que sacar alguna conclusión de esta tragedia sería mezquino en lo personal y demagógico en lo político. Tal vez; tal vez sería mejor, más civilizado, no armar ruido en los entierros y esperar a que el duelo se despida para establecer balances más complejos y globales. Pero lo que sabemos, con los ataúdes allí delante, es tan simple y local que a lo peor se vuelve otra vez invisible si esperamos a que los ministros saquen sus propias conclusiones.
Sabemos, en efecto, que una furgoneta transportaba seis veces al día el doble del pasaje autorizado; que entre los pasajeros viajaba una niña de 13 años; que todos iban sin papeles; que ir sin papeles no era óbice para trabajar 10 horas diarias, a destajo, por un salario de miseria. Sabemos que nadie, ni en la sociedad ni en el Estado, ha impedido todo eso y que, por tanto, la invisibilidad de esos inmigrantes los condenaba a una relación laboral que nunca hubiera podido establecerse con trabajadores nacionales. Eso que sabemos tiene un nombre: racismo y explotación, por muy mezquino y demagógico que al señor ministro le parezca decirlo antes de despedir el duelo.
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