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Columna
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Parábola

En la letra pequeña de los periódicos, en un ángulo muerto de la página, la noticia de un suceso mínimo, un accidente menor que no llegó a tragedia, un incidente que casi pudo parecer cómico pero que congeló la sonrisa en el rostro de los lectores ociosos de buena voluntad una mañana de Navidad.

Sucedió en Madrid: un inmigrante polaco, sin techo y con los bolsillos vacíos y el cuerpo aterido, buscó refugio para dormir en un contenedor, sobre un colchón de basura navideña, botellas vacías y envoltorios relucientes, caparazones de marisco, huesos de pavo y juguetes desahuciados para hacer sitio a los de la nueva Navidad.

Pero el sueño, imagen de la muerte, se hizo horrible pesadilla al despertar, cuando el camión de la basura levantó el contenedor por los aires y arrojó su carga a la trituradora que compacta los desechos. El inmigrante polaco estuvo a punto de ser tratado como un residuo sólido y urbano, depositado en el vertedero como un detritus más, carne y sangre trasmutadas en polvo y ceniza, columna de humo tóxico y contaminante, fumata negra que asciende a un cielo indiferente.

Metáfora cruel de la Ley de Extranjería, procedimiento eficaz y limpio para barrer de las calles las sobras de un mundo superpoblado, de un país que fuera, hasta hace una décadas, tierra de emigración y hoy reluce, engañoso y terrible espejismo, como tierra de promisión para millones de desheredados, perseguidos y expulsados.

Los pacíficos hombres de buena voluntad procuran no mirar al suelo cuando caminan por las calles céntricas, las luminarias navideñas y las luces de los festivos escaparates atrapan sus miradas. No hay riesgo de que tropiecen con los cuerpos varados de los mendigos tendidos en el suelo, porque los sin techo suelen buscar la protección de los edificios o del mobiliario urbano y nunca se tiran en el centro de las aceras, para no molestar y sobre todo para no ser pisoteados por los transeúntes o retirados del paso por los guardias como obstáculos a la libre circulación de las personas.

Al polaco del contenedor le salvaron sus gritos de pánico cuando despertó en las fauces del camión de la basura pero, por regla general, los mendigos no gritan, tienden la mano, o el vaso de plástico del burger de la esquina y susurran su petición entre dientes. Cuando no ejercen de pedigüeños, cuando duermen, o agonizan, que nunca se sabe ni quiere saberse, en la vía pública, los sin techo se mimetizan con sus grises harapos sobre el enlosado hasta hacerse invisibles en su reino horizontal, a ras de suelo, a la altura del betún.

Dos o tres días después del incidente del camión de basura, un buen periodista y un hombre bueno, José Ramón Lucas, sacó las cámaras de Tele 5 a las calles del centro de Madrid para escrutar en las profundidades y en los rincones donde se guarece la turba de los marginados. Al conjuro de las cámaras y los micrófonos algunos de ellos recuperaron por un instante la visibilidad y la voz para quejarse con sorda amargura, sin estrépito ni violencia.

El reportero recorrió los círculos viciosos de su infierno, de la sopa boba de los conventos a los numerados catres de los albergues de caridad, a través de una ruta sórdida y desesperanzada, vagabundeo que sirve para matar el tiempo hasta que llegue el momento de matar el hambre o el sueño en los comedores o en los refugios.

El programa Vivir en la Calle alcanzó esa noche las más altas cotas de audiencia rompiendo los esquemas de los programadores, repartidores de una basura audiovisual que, según ellos, es el alimento que demanda la audiencia.

Como colofón de este programa-milagro, un experimentado vagabundo, doctor en las artes de la supervivencia, llevó a cabo un experimento que serviría para ratificar su teoría sobre la invisibilidad virtual de los sin techo. El doctor se hizo el muerto, tumbado sobre la acera de la Gran Vía madrileña y las cámaras comprobaron cómo los viandantes, con gran pericia, esquivaban su bulto sin mirarle. Así pasaron unos minutos hasta que por fin una amable anciana se detuvo y comenzó a hacerle caricias y carantoñas... al perro del vagabundo.

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