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LA CRÓNICA
Columna
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Después de la batalla

A las ocho de la mañana del primer día del milenio, las calles de la capital se ven invadidas por hordas de noctámbulos buscando taxi. Se les identifica fácilmente: están cabreados y los que han bebido más se sientan en la acera con la cabeza entre las rodillas, hechos polvo. La noche de fin de año, el Ayuntamiento debería permitir que los ciudadanos que no trasnochan ejerzan de taxistas y se ganen un dinerito ayudando al prójimo. No es así, y los juerguistas se encuentran con la sorpresa de tener que volver a casa andando. Algunos se detienen en las esquinas escrutando el horizonte en busca de una lucecita verde. Otros optan por expresar su protesta meándose en los vados permanentes. Durante unas horas, las calles se convierten en un retrete público. En el cruce de Balmes con Diagonal, otra estampa tradicional: un motorista en el suelo rodeado de policías y camilleros intentando salvarle la vida. Algunos aspiran a ser el primer catalán accidentado del año y cometen imprudencias que generan dolor y muerte. En la Rambla de Catalunya, una mujer hace footing y es aplaudida por un grupo de jóvenes que, por su pinta, acaba de salir o bien de un after o bien de la película Matrix. Ellas llevan botas y abrigos largos, todo negro y de cuero. Ellos llevan pendientes, gafas de sol y chaquetas futuristas.

A las ocho de la mañana del primer día del milenio, las calles de la capital se ven invadidas por hordas de noctámbulos, unos con buen rollo y otros, francamente, no tanto

En la esquina de Consell de Cent y Balmes, un bar sirve indistintamente cafés con leche y cubatas. Hay cansancio en las miradas, pero también sonrisas. Un poco más al norte, en cambio, el panorama es distinto: una chica limpia una herida en la mejilla a su novio. Se abrazan y lloran: la sangre se mezcla con las lágrimas. Hay vidrios rotos en el suelo. En la puerta de una sucursal bancaria, una pareja duda antes de entrar. El cajero está ocupado por dos indigentes. La noche ha sido fría: hay overbooking. En la calle de la Diputació, un borracho intenta no caerse apoyándose en la pared del seminario. Parece una metáfora: sólo una pared separa el pecado de la redención. Delante del Hospital Clínico, en una terraza, unos chicos comentan la noche. Uno de ellos dice: 'Te juro que el colchón pesaba más que la tía', un comentario que sugiere muchas posibilidades, todas pornográficas.

El bar París es una fiesta. Convertido en una mezcla de discoteca y zona de avituallamiento, acoge a los noctámbulos recalcitrantes. Los contenedores, las papeleras y el suelo rebosan de platos de plástico en los que se sirve comida caliente que ayuda a paliar la erosión del alcohol. Un guaperas repite: 'Everybody, everybody'. Lo dice tantas veces que la morenaza que tiene delante le tapa la boca con un espectacular beso de tornillo. Para separarlos, haría falta un destornillador como el que se toma un erosionado carroza que, sin inmutarse, enciende un cigarrillo por el filtro. En la calle, se inicia una discusión entre el dueño de un coche y un grupo de juerguistas. Al parecer, alguien le ha robado la cartera a alguien. 'Anem a comissaria i avall', dice el que parece más sereno. No es mala idea. Cuando cierran los bares, siempre queda la posibilidad de seguir la fiesta en comisaría. Dos chicos con cara de haber participado en la masiva oración ecuménica se abrazan. Llevan collares de flores hawaianas de papel colgados al cuello y, como los atletas de los Juegos Olímpicos de 1992, ya echan de menos los estragos que han causado por la ciudad. En la barra, ellas piden bikinis. Ellos, calamares, patatas y cerveza.

En la Via Laietana, se inicia una pelea entre dos grupos que, a bofetada limpia, luchan por un taxi. El sol parece dispuesto a iluminarlo todo: incluso al tipo que se ha quedado dormido dentro del coche con la cabeza sobre el volante. Un hombre recién duchado pasea a su perro. El chucho mueve la cola, encantado de oler meadas que no son las habituales. Si bebes, no conduzcas, dice el refrán posmoderno, pero veo a un conductor que, con un gorro de Papá Noël en la cabeza, bebe mientras conduce. En Girona-Gran Via, un Golf se salta un semáforo y está a punto de matar y de matarse. Pasa una ambulancia. El sonido de la sirena se incrusta en la cabeza de más de un transeúnte que intenta soportar las secuelas de la primera juerga del año. 2001 es una realidad. Ni odisea ni leches: resaca. Una chica elegante regresa a casa descalza. Lleva los zapatos de tacón en la mano y un abrigo blanco sobre el que algun imbécil ha derramado una corrosiva copa. Se detiene ante el portal. Está sola pero sonríe. Podría haber sido peor, parece pensar al abrir la puerta. Pasa un camión municipal de limpieza modelo BCNeta. Recuerda las tanquetas de pacificación de las fuerzas de la ONU. La guerra, por lo visto, ha terminado.

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