Despertar de un sueño
Sueño. Le digo a ella que venga. Que deje a su jefe. Que venga de una vez por todas, porque es nuestro día de fiesta. Ella me dice que ha tenido un dejà vu, me comunica por teléfono que lo hace ya. Yo tecleo frente al ordenador mientras la espero. En la sala, suena la música de swing. Me da la sensación de que todos los vecinos han escuchado mi voz imperiosa.La imagino tomando el metro. Tal vez la traiga en automóvil uno de sus compañeros. Quizás su otro jefe. No lo sé. Espero que ella haya tomado la decisión correcta. Yo sé que tengo que decirle que la quiero, que estoy contento, que una época de nuestras vidas ha terminado y empieza otra. Que este artículo se termina por donde se empieza. Una historia de amor. Mientras escribo, oigo voces en la casa. He de terminar el artículo antes de que ella venga, porque de otro modo seré perdedor. La velocidad de la máquina puede superar a la del hombre.
Soñé que no me sentía solo.
Soñé que todo el mundo vivía en un mundo de ensueño. La primera canción de Navidad me dejó un regusto entre la cerveza y el cava, y los gestos de mis amigos en las casas vacías de verano fueron sustituidos por el fuego de las chimeneas y los calcetines humeantes. El abeto de Navidad fue adornado por los coros angelicales de miles de gritos, oh, cuanto niño, en las casas, mis pensamientos su fueron hacia la Nochevieja, y oí los gritos de júbilo, y vi un elefante pasar, y en su lomo estaba escrito el futuro de la abundancia y reí.
Conteniéndome no podía hacer nada.
La fiesta fue en aumento. Las ropas cayeron y aparecieron los cuerpos danzando, vibrando a la luz tenue de una vela.
Temblores y prendas rojas se desplomaron suavemente en un suelo estrellado de suerte, y un ángel o duende que pasaba tras las copas doradas sonrió.
Soñé que todo el monte era orégano, y que mi dolor en el dedo gordo del pie desaparecía. Soñé que todo era maravilloso. Soñé que las cosas cobraban vida. Y que los deseos de todos eran recompensados. Soñé que los niños jugaban, oh, Dios mío, cuanto niño, y que los disfraces caían uno por uno de las almas penitentes. Soñé, soñé, soñé. Que los miedos desparecían, y que las malas suertes se convertían en buenos deseos. Soñé que la desobediencia infantil se hacía eco. Se calmaba. Y entonces me entró sueño. Los gritos de los niños desaparecieron, el árbol de Navidad siguió encendido, las luces se apagaron y ahí estaba yo, en mi cama, soñando.
El silencio de las mañanas no era turbado ya por el sonido de la guerra. No hacía falta pedir perdón en público por nuestros pecados. No era necesario rendirse porque nadie hacía la guerra. Los niños dormían aún, sin pena ni pesadillas. La buena suerte había sido compartida en regalos.
Tras un punto y aparte, la casa estaba tranquila. Recorrí las habitaciones con el pensamiento. La familia dormía aún. Me dirigí a la cocina, con pasos silenciosos. Los platos estaban fregados. Seguramente había sido un duende. Un ángel. Silenciosamente me preparé un café con leche. El pasado ya no me importaba. El futuro tampoco. Tan sólo quería conservar el presente. La hora justa.
Silenciosamente me retiré de nuevo a mi habitación. Me tendí de nuevo en la cama. Cerré de nuevo los ojos. Recordé todo mi sueño. No quería olvidarlo. Poco a poco, la luz de la mañana se marchitó como una flor blanca. Volví a soñar. Abrí los ojos. Despertando en otro sueño.
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