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Deporte de grada

Aún estaba hecho un basilisco cuando nos encontramos el otro día y le di pie, irreflexivamente, para hablar del partido ganado por el equipo español en la Copa Davis. Le conozco como viejo aficionado a este deporte, que practicó en su día. Miraba desconfiado a un lado y a otro, como en tiempos de Franco los que decían heroicamente que el almirante Carrero era un merluzo. "¿Es que no te alegra el triunfo de nuestras raquetas?", pregunté extrañado."Pues claro que sí, aunque las que vencieron no fueron las raquetas".

"Hombre, es una manera de hablar, ¿qué es lo que no te ha gustado?"

"El público", contestó bajando la voz.

"Pues todo el mundo coincide en que tuvo buena parte del éxito".

"Por eso". "Me entusiasma el tenis", comentó, "por razones que no precisan explicación. Quizá sean análogos motivos por los que me agradan el golf y quizás el boxeo y los toros. Estoy en mi derecho a preferir las manifestaciones deportivas individuales y no entro en evaluar el fútbol, que también veo por televisión".

Yo sé que, aparte de otra consideración, anda escaso de chelines para adquirir entradas, lejos de su estricta economía de jubilado.

"No comparto la promiscuidad y espero que respetarás mi punto de vista", lo que me apresuré a confirmar. "Pienso que una parte, la activa, es desempeñada por los artistas, los profesionales, quienes se dedican públicamente a exhibir su destreza o su maestría y que por ello sean muy bien remunerados".

"Vaya, menos mal. ¿Cuál es la otra?", aduje cortésmente.

"Los espectadores, que pagan una buena muestra de lo que saben hacer y eso les da derecho a mostrar satisfacción o desagrado, aplaudiendo o pateando, si fuera el caso".

"Eso es lo que hacen".

Empezó a sulfurarse.

"No, no. Ahora creen intervenir en el resultado desde sus localidades y lo hacen incitados por los supuestos oscuros intereses que se mueven alrededor de las grandes ocasiones. En el pasado, una parte de los aficionados a los toros -los que se negaban a tomar bicarbonato- increpaba, insultaba y lanzaba almohadillas a los desdichados indecisos con la espada, a los que la bronca volvía más torpes aún. En el fútbol, el personaje favorito para aliviar la ira colectiva fue el árbitro, aunque ahora se reparte la furia o el desagrado con el presidente del club, directivos, entrenadores o el presidente de la Comunidad de donde procede el rival. Me temo que la pasión por el fútbol contamine a los otros deportes y es lo que menos me agradó. Parecía un match de boxeo en el Madison Square Garden o una pelea de gallos clandestina en Santo Domingo".

"O sea", repuse con aire recriminatorio, "te molesta que el público anime a sus compatriotas desde el graderío". Lanzó otras miradas de soslayo y aseguró, en tono menor, pero con firmeza: "Sí. Y, más aún, que sea espoleado por los miembros del equipo y los entrenadores. Supongo que es una violenta coacción, que están expuestos a soportar, a su vez, todos los tenistas en todas las competiciones internacionales. Hasta no hace mucho, este deporte se consideraba gentil y bien educado. El jugador aplaudía cortésmente el buen revés del adversario y el tanto por chiripa se excusaba ostensiblemente. Además, todos iban impecables, vestidos de blanco. Hoy vemos cómo se celebran ruidosamente los fallos del contrario, con mayor regocijo si resbala y se parte el fémur. Me entristece escuchar los baldíos esfuerzos del juez de silla reclamando un silencio que deberían desear los jugadores de uno y otro lado de la red. Es un sarcasmo que se hable de concentración en medio de ese guirigay. Sólo falta que tiren almohadillas a la pista y que Manolo, 'el del bombo', ocupe un lugar destacado en el palco de honor".

Me preocupa mi amigo con tan extravagantes como peligrosas teorías. Y eso que vio la magnífica final cómodamente apoltronado ante el aparato de televisión. Cualquier día le puede ocurrir algo indeseable.

Procuraré cambiar de acera cuando me cruce con él.

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