Antes de la Nochebuena
Un misterio mayor de este fin de siglo es la afición de las aves de corral a adjudicarse plumas de vacas locas
También la vanidad mal entendida empieza por uno mismo. En los años recientes, tuve ocasión de hacerme una idea aproximada de los estragos que causa esa deficitaria disposición del ánimo leyendo un artículo de homenaje a Ricardo Muñoz Suay (que Luis Buñuel tenga en su gloria) con ocasión de serle otorgada una merecida Medalla de las Bellas Artes. Un artículo de prensa en el que la definición menos hiperbólica tildaba al fundador de la Filmoteca Valenciana de "héroe homérico", nada menos, entre otra multitud de esos trillados o grillados elogios periodísticos que caben en un folio. Me sorprendió que el interesado no protestara ante ese exceso de halagos, tanto más cuanto que en el mismo panegírico se mencionaba -como mérito- su "actitud ignaciana". Pero me desconcertó más que el mismo artículo apareciese repetido palabra por palabra en dos periódicos distintos, en la misma fecha y hora y firmado por dos autores diferentes, a saber, Manuel Colomina y Joan Álvarez. Es un misterio de duplicidad autoral nunca aclarado, aunque sospecho que Colomina sí tenía cierto respeto por Ricardo mientras que Álvarez se limitaba a tratar de colocarse como aspirante a caballo ganador en la cuadra -curiosa, por cierto- de sus presuntos herederos (estoy seguro de ello, porque he visto a Juanito piratear a Simone de Beauvoir, por ejemplo, y publicarla en la revista institucional que dirigía entonces como si el artículo hubiese sido escrito para él). Lo digo tanto desde la creencia en que una vida cumplida debe situarse más allá de todo elogio interesado y persuadido también de la miseria que acompaña a la función de la glosa hiperbólica destinada a un superior en el escalafón del empleo público o privado pero publicada. Lo que más conviene a la admiración hacia la obra de fuste es el silencio recogido y el asombro o, como mucho, el reconocimiento en la charla de café, sobre todo cuando la promoción profesional depende de la persona elogiada. Porque, señoras y señores, hora es de decir que el halago mayor hacia la obra bien hecha siempre residirá en el agradecimiento por la circunstancia milagrosa de que efectivamente exista.Algo todavía peor y más enfermizo es la vanidad inmotivada. Bien está que alguien celebre las glorias obtenidas, pero lo grotesco se adueña del panorama cuando se alardea de galas de repostería. Desde la llegada de la directora general de autopromoción personal a expensas de los presupuestos públicos a la comandancia de la infantería de las artes valencianas, ocurre que quien no figura en la corte de palmeros de cualquier mediocridad de fin de temporada se convierte automáticamente en enemigo, una práctica que cualquier observador percibirá sin ninguna duda como habitual en la conducta política -por así decir- de los jerifaltes del partido en el Gobierno. Hasta qué punto ese obsecuente contagio resulta irreversible -no se sale así como así del infierno de la indignidad consentida, por muy artista que uno se considere- es algo que más pronto que tarde habrá que estudiar en los manuales destinados a desentrañar los efectos de cualquier devastación perturbadora. No solamente artistas del alambre que no llegarían ni a la galería de la esquina exponen en sótanos de Nueva York gracias a las alegrías presupuestarias de una dama de segunda fila, sino que la última pifia del especialista local en novela negra es saludada como obra maestra que viene a sancionar toda una trayectoria, mientras el profesional de la tristeza escribe sobre la misma puta polaca en una estomagante impostura lírica que basta para persuadirse de que no sabiendo nada sobre putas se cree autorizado a ignorarlo todo sobre polacas, literatura y viviendas de cierto gusto. Todo esto carecería de importancia si sus frecuentadores no se hubieran constituido en algo así como asociación valenciana de bombos mutuos.
Reclamo la autoría del término acosadores de la literatura, la pintura o el teatro para esos individuos que ante cada nueva tropelía cometida se muestran tan exultantes como el vendedor de crecepelos al colocar su mercancía en una convención de calvos. Porque también hay que ver a los incansables hermanos Sirera -auténticos Serafín y Álvarez Quintero de este lado del Mediterráneo, más persistentes que el mal aliento- queriendo salir de la miseria sin remedio del culebrón televisivo para tentar el reintegro en la dramaturgia digna a costa de una crónica ¡sociológica! del siglo que nos deja, en un ejercicio de autocomplacencia próximo al delirio y que la pintoresca pareja tomará por cumplida escritura autosuficiente. Daré rienda suelta a mi espíritu gacetillero diciendo que tal vez la quiebra de legitimidad artística, y de la otra, de todas las otras, es mayor ahora que en los tiempos de la transición. Los prodigios de Kosme de Barañano y sus secuaces los dejaré para el próximo milenio, tan fascinante por lo menos como este estupefacto fin de siglo.
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