Juan, el gaucho
Ahí llega Juan Esnáider, con sus canillas de acero, su dentadura de mastín y su repertorio de maldades porteñas. Perdido en uno de esos laberintos que el azar reserva a los deportistas, ha hecho un largo viaje por las canchas y los comités de competición y ahora vuelve a La Romareda decidido a demostrar que los viejos goleros nunca mueren.Su carrera es la historia de un rebelde atrapado en una aventura circular; es decir, en el intento de encauzar la rebeldía. Se dijo inicialmente que su gusto por las refriegas era sólo la expresión de un resentimiento infantil. Algunos hablaban en voz baja de sus orígenes humildes, de su inconfundible coraje de desheredado y, aún más, de su obsesiva manera de entender la competición.
Fue en el Campeonato Suramericano de Selecciones sub-20 de 1991 cuando Vicente del Bosque, en funciones de ojeador, le descubrió en Venezuela. Entonces mostraba algunos de los rasgos que tanto valoran los entrenadores y los capataces: era un corpulento muchacho de 18 años que se había puesto la albiceleste, un uniforme de campaña que los gauchos utilizan para jugarse el tipo con el pretexto de jugarse un partido. Aquel chico se enfrentaba a los defensas centrales con un desgarro muy especial: encaraba sin titubear, les miraba a los ojos y nunca escurría el bulto. Tenía además una cualidad especialmente valiosa: la tosquedad de su figura era un engañoso efecto de disuasión, porque llegado el momento se liberaba de su disfraz de campesino y hacía un llamativo despliegue de trucos y recortes. Del Bosque descifró cada uno de sus siete goles, memorizó su repertorio y elaboró un informe favorable. Poco después, el Madrid dio un paso adelante y le alistó en el equipo filial; jugaría en Segunda, un territorio colonizado por hombres curtidos y desarraigados que se colgaban de la tabla clasificatoria con una mezcla de impaciencia y rabia, como los fugitivos alcanzan el tope del último tren.
Desde su llegada a España, la joven promesa consiguió una favorable calificación como jugador y un dudoso prestigio de camorrista. Quienes le trataban en la calle estaban dispuestos a morir por él: era, decían, un hombre sencillo, leal y compasivo, cuyo mundo, poblado de amigos sencillos, leales y compasivos, empezaba y terminaba en su mujer, sus cuatro hijos y su perro. Sin embargo, alguna diabólica transformación se operaba en él cuando vestía el uniforme de brega, porque al contacto con el viento los galones de la camiseta eran materia inflamable.
Luego, en la inflamación, Juan subió y bajó, se fue y vino.
Quizá sea porque tiene dos corazones, y porque el segundo se llama escudo.
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