Funcionarios
Ahora que acaba de concluir la huelga de funcionarios entre el habitual baile de cifras de participación (cientos de miles de huelguistas -organizadores dixerunt- contra tan sólo tres y medio, en opinión del gobierno), no será ocioso reflexionar sobre el sentido de esta figura y sobre su manifiesta impopularidad. Todavía están calientes las linotipias valencianas a propósito de un artículo desafortunado en el que se ponía a los funcionarios a caer de un burro. Pero el que el tono del susodicho papel fuera de juzgado de guardia (ahí anda a instancias de los sindicatos, por cierto) no quita para que todos sepamos que su contenido no dejaría de ser jaleado en muchos ambientes sociales. Los funcionarios tienen mala prensa, ¡qué le vamos a hacer! La cuestión es por qué. Lo primero que hay que decir es que un Estado moderno no puede funcionar sin funcionarios, valga la expresiva redundancia. La creación del funcionariado en España y en otros países europeos respondió a un objetivo legítimo, a un objetivo de modernidad y eficiencia en la gestión. El funcionario fue concebido para garantizar un funcionamiento imparcial de la administración con independencia de las veleidades del partido en el poder. Antes los empleados quedaban cesantes cuando ganaba el partido contrario: basta leer las novelas de Galdós para hacerse cargo, no sólo de la tragedia personal que significaba dicha cesantía, sino también de la ineficacia en la gestión de los asuntos públicos que la misma conllevaba. ¿Qué habría pasado en EE UU durante el reciente interregno de la crisis de las elecciones si los funcionarios de Washington y los de los tribunales de justicia hubiesen sido empleados afectos a la ley del mercado, a la del mejor postor? O más cerca de nosotros, ¿qué no habría sucedido en España si los funcionarios "franquistas" (es decir, todos los que sacaron oposiciones durante la época de Franco) no hubiesen seguido pilotando la nave del Estado entre los escollos de la crisis económica, las tentaciones golpistas y el acoso terrorista? Y aún más cerca, tanto que nos quemamos: en la Comunidad Valenciana se pasó de un gobierno socialista a un gobierno popular sin que los segundos interrumpiesen las obras iniciadas por los primeros (por ejemplo la Ciudad de las Artes, la autovía de Madrid o la implantación de la ESO), como también es seguro que cuando cambie otra vez el color político del gobierno de la Generalitat tampoco habrá cortes bruscos, gracias a la presencia de funcionarios en todos los estratos de la Administración.La vida moderna es imposible sin funcionarios. Tanto es así, que el grado de modernidad de un Estado suele medirse por el número y la preparación de sus funcionarios: hoy en España hay muchos más que en la época de Franco y, a su vez, en Francia o en Alemania hay bastantes más que en España. Si resulta que los sueldos de estos servidores imprescindibles del Estado han crecido por debajo del índice de la vida, nada más lógico que hagan una huelga y que la ciudadanía les comprenda, entre otras razones porque ha sido un paro breve, razonable y controlado. Sin embargo, los ciudadanos, en general, suelen encarar la figura del funcionario con sarcasmo, cuando no con manifiesta antipatía.
Hay a mi entender, tres razones que explican dicha animadversión. La primera tiene que ver con los tiempos que corren, en los que la globalización está haciendo decrecer la importancia de los Estados. Los ciudadanos sienten al funcionario como una figura más o menos inútil, como un lujo del sistema. Pero esto es un error: los Estados, en efecto, van perdiendo competencias, pero las regiones y los entes supraestatales las van incrementando, de manera que lo único que se produce es un transvase de funcionarios, en nuestro caso, de Madrid a Valencia o a Bruselas. La segunda razón es que se les acusa de no trabajar o de trabajar poco. Sin embargo, el restaurante de la esquina, el taller de fontanería del barrio o nuestra agencia de viajes, pongo por caso, no funcionan necesariamente mejor que la escuela de nuestros hijos, que la policía de carreteras o que las oficinas de Hacienda. A veces vas y no te atiende nadie, o tardan mucho en acudir a tu llamada: en todas partes ocurre lo mismo y depende de con quién tengas la suerte o la desgracia de tratar (o sea con qué funcionario o con qué empleado). La última razón es que, en un momento de volatilidad laboral como el presente, la ciudadanía siente que la plaza fija de los funcionarios representa un agravio comparativo. Esto es comprensible, pero hay que recordar que cuando uno invierte en renta variable puede ganar mucho más, pero corre más riesgos que cuando lo hace en renta fija: téngase presente que los sueldos de los funcionarios son habitualmente mucho más bajos, para el mismo nivel de preparación y para idénticas pruebas de acceso, que los de las personas que trabajan en la empresa privada.
¿Quiere ello decir que los funcionarios todo lo hacen bien? No por cierto. De la misma manera que la evolución de los organismos se realiza de forma admirable y eficiente, pero a veces deja islas atrofiadas que, como el apéndice, son la huella de una evolución fallida, también el funcionariado conoce islas de ineficiencia. Algo de esto ha sucedido en la Universidad española. Según acaba de hacer público un informe del Consejo de Universidades, este año quedará vacante el diez por ciento de las plazas ofertadas en el sistema público de enseñanza superior. ¿Qué ocurriría si, de repente, el consumo de automóviles, lejos de aumentar, se redujese una décima parte?: es obvio que las empresas reaccionarían con presteza. Sorprendentemente, en el caso de la Universidad nada parece indicar que se vaya a reaccionar con presteza. La crisis tiene causas conocidas. El incremento demográfico que se produce a partir de los años sesenta ha tocado fondo y, además, el propio sistema de titulaciones universitarias hace tiempo que llegó a la saturación, pues el espejismo de que la Universidad proporciona a sus licenciados una mejora del nivel de vida y de las expectativas laborales ha revelado toda su falacia. España está llena de médicos que sobran, de profesores que sobran, de abogados que sobran, de economistas que sobran, últimamente hasta de ingenieros que sobran. Total, entre que hay pocos aspirantes y que no tienen nada claro su futuro, la caída del modelo vigente está garantizada.
¿A qué atribuir, pues, la indolencia y falta de reacción de esta empresa que se hunde sin remedio? Probablemente a la peculiar condición laboral de sus trabajadores, los profesores universitarios. Como es sabido, buena parte de ellos son funcionarios. Pero lo malo no son los funcionarios. Lo malo es la funcionaritis. Trátase de una enfermedad muy extendida consistente en creer que, puesto que el sueldo llegará inapelablemente hasta el día de la jubilación, es posible desentenderse de la marcha general de la empresa. Las universidades valencianas se han dotado de un rígido sistema de filtros, el cual hace depender las iniciativas innovadoras de la buena voluntad y de los intereses corporativos de los departamentos en vez de radicarlas en las necesidades de la propia Universidad y de la sociedad a la que sirven. Es como si el Corte Inglés, pongo por caso, comprobada la falta de ventas en una determinada sección, se obstinase en mantenerla contra viento y marea e impidiese, además, la creación de secciones nuevas. O, también, como si los empleados de una de estas secciones deficitarias pudiesen negarse a ser desplazados a otra sección de mayor demanda y torpedeasen todos los intentos de la empresa por hacerla rentable. Claro que la Universidad no es una empresa que tenga que devolver beneficios a sus accionistas, sino un servicio público. Pero, si no lo he entendido mal, esto quiere decir que sus accionistas se identifican con el público en general y que, si para algo está, es para servirle. Si las reticencias de la sociedad se refieren a cosas como esta, hay de conceder que tiene más razón que un santo cuando critica a los funcionarios. Afortunadamente este tipo de situaciones no son las más normales, y esto es lo que cuenta.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. angel.lopez@uv.es
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