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Tierra de martirio

José Álvarez Junco

Hay líneas que se leen como augurios siniestros. Pérez Galdós, en uno de sus Episodios Nacionales, escribió que el país vasconavarro era "la tierra que podríamos llamar del martirio español, el fúnebre anfiteatro de sus luchas de fieras y el redondel en que se han despedazado los gladiadores, por el gusto de las peleas y la embriaguez de la sangre. Allí, las cañas han sido siempre espadas; los corazones, hornos de coraje; la fraternidad, emulación, y las vidas, muertes. Allí, las generaciones han jugado a la guerra civil, movidas de ideales vanos, y se han desgarrado las carnes y se han partido los huesos, no menos ilusos que los niños jugando a la tropa con gorros de papel y bayonetas de junco" (Montes de Oca).Era un lúgubre juicio sobre el siglo XIX, inspirado sobre todo por las guerras carlistas. Cosas peores se escribieron sobre el cainismo hispano tras la guerra civil de 1936. Ahora, hace cierto tiempo, creíamos que aquello estaba superado. La historia parecía ir tan bien que más de uno cayó en la tentación del cuento de hadas. La verdad es que había motivos para cierto optimismo: desde los tiempos del imperio romano, quizás, no se había vivido en la península Ibérica un periodo tan pacífico y de bienestar material comparable al de las últimas décadas. Nuestra generación, la de los que nacimos a mediados del siglo XX, podía sentirse orgullosa, porque íbamos a legar a nuestros hijos un país mucho mejor que el recibido de nuestros mayores. No digo que todo se haya debido a nuestro trabajo o sagacidad. Sin duda, nos ha ayudado la suerte, sobre todo unas circunstancias europeas y mundiales infinitamente más favorables que las del pasado. Pero, sin entrar en a quién le corresponda el mérito, debemos ser conscientes del valor de lo que tenemos. Y hay que cuidarlo.

Cuando ocurren cosas como el asesinato de Lluch, uno tiende a pensar, sin embargo, que quizás hemos apresurado el juicio, que la historia es implacable y que no hay compañero menos fiable que la buena suerte. Lo que está ocurriendo es excesivo. Llueve sobre un terreno ya demasiado mojado. Deberíamos ponernos todos a reflexionar, a pensar qué es lo que ha fallado y qué se puede hacer para enderezar el camino. Que ponga cada cual sobre la mesa sus aspiraciones, las máximas y las mínimas, y que digamos todos en qué estamos dispuestos a ceder.

Traté a Ernest Lluch sólo tres o cuatro veces y, en general, con más gente. Me pareció un conversador ingenioso y atento, lleno de respeto hacia las de los demás. Sólo una vez pasamos un día entero juntos, paseando por un campus extranjero, entre los árboles y la biblioteca, y hablando, cómo no, de España y de la universidad, que es de lo que se habla en esas situaciones. Mi impresión fue que estaba ante una especie de niño grande, de posiciones, sí, muy originales, producto de su propia reflexión; pero sobre todo de gran generosidad, de completa ausencia de egoísmo. Era la primavera del 96, en plena crisis del Gobierno socialista, y entre Javier Ruiz Castillo, nuestro tercer acompañante, y yo le acorralamos en algún momento. Fue aleccionador ver el interés con que encajaba las críticas, y el sentido del humor, inesperado en alguien que había ocupado tan importantes posiciones en el mundo político y académico. Era un tipo culto, cosmopolita. Era un hombre bueno, la última persona a la que uno pensaría en agredir. No tengo la menor idea de cómo serán quienes le han matado, pero sé con certeza que no le conocían. Como no conocían, ni han querido conocer, a ninguno de los que han matado con anterioridad y que, tuviesen la personalidad de Lluch u otra muy diferente, merecían la muerte tan poco como él.

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Hoy hace frío. Fría estará, sin duda, la tierra que cubre los restos de Ernest Lluch. Como lo está el ambiente que respiramos. Con cada acontecimiento de este tipo que le toca a uno vivir, el corazón se congela y se endurece, pierde uno otra pizca de fe en la humanidad, se reducen los sentimientos generosos, crece la repugnancia por pertenecer a nuestra raza, y utilizo esta última palabra, afortunadamente tan en desuso, con toda intención, porque no me refiero a la española, ni a la vasca, ni a ninguna otra invención cultural, sino a la única auténtica, a la raza humana, a la que pertenecemos, nos guste o no, tanto los asesinos de Lluch como usted, lector, y yo. A esa raza capaz de desarrollar pacientes y maravillosas investigaciones científicas, de llevar a la práctica formidables hazañas técnicas, de soportar sufrimientos sin fin para salvar a sus congéneres, y capaz también de poner en marcha tribunales de la Inquisición y cámaras de gas. Es la raza que ha producido a Ramón y Cajal, Albert Schweitzer o Francisco de Asís, y a Hitler, Stalin o Torquemada. Todos tenemos algo de estos modelos y es preciso optar sobre qué aspecto de nuestra personalidad queremos desarrollar. Los que han matado a Lluch no deben engañarse: han elegido el primero de esos dos caminos.

Por eso en el fondo de su alma es quizás en el único sitio en que ahora mismo no hace frío. Al revés, puede que sientan algún calor, las palpitaciones de la aventura recién terminada, la excitación del riesgo (poco, la verdad: lo tuvieron fácil). La imagen clásica del fanático era la de un joven duro, no mal vestido, con los ojos un tanto desorbitados y los cabellos al viento, con una tea en una mano y un libro en la otra. Un libro, sólo uno. No una biblioteca detrás de él, porque él sólo lee el libro de su secta; no quiere tener dudas, no quiere contaminarse con los errores de otros. Los demás libros, a la hoguera. Para eso está la tea. El fanatismo se alimenta de fuego, de odio caliente. Lo de menos es el objetivo -sacrosanto, faltaría más- de la lucha: la pureza de la fe, la liberación de la patria, el honor del clan. Son puros pretextos. Lo excitante es la tarea en sí, la sangre. Hay que imaginar cómo se enfriarían, cuánto vacío sentirían estos asesinos el día que hubieran conseguido sus objetivos y no tuvieran a nadie a quien matar, ningún riesgo más que correr; el día que recibieran, como recompensa por sus hazañas, un aburrido destino burocrático.

El miedo crece, en circunstancias como las presentes. No sé si es eso lo que tiene paralizados a nuestros gobernantes. Me temo que no, que no actúan por el prurito de mantener posiciones enquistadas. Ellos sabrán, pero no deben olvidar que nos encontramos, y no es retórica, ante un cruce de caminos decisivo, uno de esos que marca el curso de la historia. Quienes sí tenemos miedo, para qué vamos a negarlo, somos los que hacemos públicas nuestras posiciones. Y, sin embargo, hay que seguir haciéndolo. Cada vez que maten a uno, todos tenemos la obligación de decir algo. Aunque la pluma se niegue, aunque sólo produzca los más trillados de los lugares comunes. Se trata de hacer saber al fanático que su tarea no va a ser fácil, porque somos muchos los que va a tener que matar para lograr la unanimidad -el silencio- a que aspira. Pero es que, además, y sobre todo, le debemos al que acaba de morir esta declaración de hermandad.

Que no volvamos a ser tierra de martirio. Que podamos mantener la cabeza alta cuando entreguemos el testigo a nuestros sucesores.

José Álvarez Junco es historiador.

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