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Buscando a Mo desesperadamente ANTONI PUIGVERD

Las grandes estallidos de emoción colectiva, como el que provocó en Cataluña el asesinato de Ernest Lluch, acostumbran a expresarse como la espuma del cava. Inicialmente, desbordando cauces y convenciones, se desparraman a chorro por todos los rincones. Proporcionan, seguidamente, unos momentos de euforia: iluminan los corazones, ilusionan las cabezas. Rápidamente, las burbujas pierden chispa, se dispersan evaporándose en bizantinas o razonables discusiones ("¿qué cosa es el diálogo?"). El cava se estropea. Se vuelve ácido, desagradable. Al secarse, la espuma dejará en los manteles civiles un hedor muy puro. Recordaba el otro día Josep Ramoneda que ya nadie cree en los Reyes Magos. Llevamos dos décadas aprendiendo a convivir con la decepción. Pasado el espejismo sentimental que ha suscitado la muerte de Lluch, regresamos a la áspera región de política con la impresión de que todo es inútil, de que todo está determinado. Todo parece avanzar de manera irrefutable: impermeable a cualquier intento de cambio; no sólo el conflicto vasco, sino cualquier intento de influir en el itinerario de los problemas de nuestra sociedad. Preside el panorama ideológico una especie de vulgarización populista del existencialismo: "No se molesten en desear nada, la vida social es una pasión inútil". Cada vez que se evaporan las burbujas de una reacción colectiva, se encallece un poco más la conciencia cívica de la población. Los manteles de la política se ven más sucios. Crecen la indiferencia y una versión barata, chistosa, del cinismo. Las palabras de Gemma Nierga, como las manos del que descorcha la botella, liberaron un deseo social que las convenciones políticas y periodísticas obturaban. La espuma del deseo de diálogo ha saltado a chorro. Es un deseo muy intenso, aunque impreciso y matizable, muy difícil de concretar políticamente.Al ser naïf, es decir, espontáneo, sentimental, el deseo de diálogo puede ser peligroso: desinformado, poco realista. El infierno -decimos en catalán- está sembrado de buenas intenciones. La propuesta de diálogo puede agrandar las alas a los violentos, puede ser injusto e insensible con los que sufren a diario la presión de la kale borroka. Pero insistir en estos problemas potenciales no debería cegarnos la visión presente: Euskadi (y, por tanto, España entera) está llegando al fondo de un callejón sin salida. Dicho de otra manera: ETA y los vascos partidarios de la violencia, con la inestimable colaboración del PP y del PNV, están a punto de conseguir su primer objetivo estratégico: amoldar la sociología vasca al modelo norirlandés de las dos trincheras. En esta horrible situación no bastan las políticas y los modos convencionales. Hitler es el mayor ejemplo negativo que aducen los que se muestran contrarios a los puentes de diálogo. Hitler: convertido en un gran monstruo gracias a los políticos que dialogaron con él. Es verdad: puede ser una trampa mortal negociar con el lobo de las pistolas. Sucede, sin embargo, que ya es mortal de necesidad la situación presente. Existen, por otra parte, otros ejemplos históricos, relativamente próximos en el tiempo, que permiten una lectura más optimista del diálogo. El viejo zorro de la política italiana Francesco Cossiga recordaba el otro día cómo se combatió, en plena locura terrorista, a las Brigadas Rojas: "Aznar debe saber que diálogo no es debilidad". También recomendó no mezclar el culo con las témporas: "Qué gran error, qué gran locura habríamos cometido si en lugar de tender la mano al partido comunista de Enrico Berlinguer, hubiésemos lanzado una ofensiva en su contra, acusándole de ser la matriz de las Brigadas Rojas". Es obvio que el caso italiano y el vasco no son comparables. Arzalluz ha dado más de un paso estremecedor, y la kale borroka es más asimilable a la República de Saló que a la Italia de los setenta. Más indiscutibles son, en cambio, los adjetivos que describen la situación vasca: excepcional y trágica. Y en estas situaciones el deseo de los ciudadanos es que aparezcan políticos excepcionales. No se acostumbra a recordar el mejor ejemplo de diálogo político de los últimos tiempos. Lo desarrolló una mujer: la ministra británica Mo Mowlam. Consiguió lo que nadie imaginaba: desbloquear las funestas trincheras de Irlanda del Norte. No ahorró esfuerzos, peleó incansablemente contra todos los obstáculos para asfaltar la paz. Bajó muchas veces al infierno. Literalmente: visitó en las prisiones a los líderes más resentidos, una y otra vez. No cejó hasta tener sentados en torno a una misma mesa a individuos que se odiaban a muerte. ¿Por casualidad hemos visto algo parecido entre nosotros? ¡Ni tan siquiera el asunto de los presos fue desbloqueado durante la tregua! ¿Políticos bajando a los infiernos para desbloquear la fatalidad? Hemos descubierto uno. Está muerto. Ernest Lluch no buscaba votos o promoción: sólo perseguía entender el problema y acarrear unos pocos granos de arena a la deseada playa de la paz.

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Fernando Savater escribió una vez que los vascos no nacionalistas no tenían por qué ser angélicos cristianos mostrando la otra mejilla. Naturalmente. Pero de los políticos sí debemos esperar que, en tiempos del cólera, sepan dar pruebas de valor. Incluso de afecto. Voy a escribirlo así, de manera políticamente cursi: amor en los tiempos del cólera. Lo ofreció Mo Mowlam. Y lo ha ofrecido, de manera trágica, irreparable, Ernest Lluch. Entiendo muy bien a Rosa Díez cuando defiende un bloque antinacionalista; cuando se repliega a la defensiva respondiendo a la estrategia de ETA exactamente como ETA quiere. Lo entiendo: la están amenazando, y comparto a distancia su piel de gallina. Pero necesitamos a Mo Mowlam. Necesitamos a alguien que sepa alzar, después de un entierro, el cava de la esperanza, no el vinagre de la fatalidad, no el ácido del resquemor. Necesitamos a alguien que interprete no el resentimiento que traduce Aznar, víctima él mismo de un atentado, sino la generosidad que contenían las lágrimas de las hijas de Lluch. Necesitamos a Mo Mowlam. No ha sido ministra en la corte de los Reyes Magos, sino en lugar más trágico de Europa occidental. En aquel lúgubre lugar sembró esperanza.

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