Estrategia a punto de congelación
Desde que se celebraron los congresos de sus agrupaciones en el País Vasco, el PP ha optado por una política que consiste en desplazar al PNV de la presidencia del Gobierno de Euskadi y sustituirlo como primer partido de un sistema caracterizado por un pluralismo extremo. A tal estrategia obedece la exigencia de adelanto de elecciones, la confrontación con el PNV y el acuerdo de presentar al ministro del Interior como cabeza de lista en las futuras elecciones autonómicas.No faltan al PP razones para plantear en estos términos su política vasca. Contrariamente a lo que tantas veces se dice, no es cierto que las elecciones siempre den en Euskadi el mismo resultado. En los últimos 10 años, los partidos nacionalistas han perdido en total 12 puntos, cayendo desde el 67,6% de 1990 hasta no más del 53,9% obtenido en 1998. Por el contrario, los partidos que hoy defienden la Constitución y el Estatuto han subido del 31,5% hasta el 43,9%. Quienes tienen del mapa electoral vasco una impresión de foto fija, repetida una y otra vez, están equivocados.
El error no es casual: a pesar de una historia electoral que ha sufrido varios realineamientos, el PNV siempre se las ha apañado para fortalecer su hegemonía. Su posición central ha permitido obtener unos réditos en el Gobierno por encima de su peso electoral en la sociedad: suya ha sido siempre la presidencia, la Hacienda y la Consejería de Interior. Con un poder tan hegemónico y con una base social tan limitada (sólo lo votan 1,7 de cada 10 electores vascos), el PNV ha logrado convencer a la mayoría de que siempre gana. Ésta es la situación que el PP se ha propuesto trastocar.
No es una quimera: de todos los cambios que ha experimentado el sistema de partidos vasco, los protagonizados por el PP son los más espectaculares. En un avance con altibajos, el PP ha pasado del 5% obtenido en 1980, a rozar el 20% en 1998. Sobre todo, en la década de 1990 su progresión ha sido constante, multiplicando el número de votos por tres en sólo ocho años. Pensando no haber llegado todavía a su techo, el PP apuesta por mejorar todavía unos resultados que le permitan, si no formar Gobierno, al menos ser imprescindible para su formación.
Y es aquí donde comienzan los problemas: si el PP quiere ganar tiene que presentar su mejor baza y no contemporizar con su adversario principal. La apuesta es fuerte y no se puede andar con paños calientes: en ninguna gran competición saca nadie a los suplentes ni echa una mano a quien pretenda ganar. Pero una estrategia de confrontación, sobre un fondo persistente de asesinatos, sólo sirve para un periodo corto de tiempo; a la larga, se vuelve contra quienes la propugnan, sobre todo si a su cabeza figura el responsable de poner a buen recaudo a los asesinos. Los nacionalistas, que lo han entendido, se resisten a convocar elecciones y dan protagonismo a su cara amable, el lehendakari, que habla de diálogo con todos, mientras su cara hosca, el portavoz del partido, insiste en renovar una alianza nacionalista con el brazo político de ETA.
La astuta respuesta de este Jano, acostumbrado a jugar con dos barajas, a la estrategia del PP, sin que amaine la ofensiva de ETA, echa sobre los populares la carga de la rigidez, el inmovilismo, el estar a verlas venir, una especie de tancredismo que el presidente del Gobierno pone especial empeño en subrayar con gestos y palabras gratuitamente ofensivos para los más cercanos e inevitablemente aislantes de la opinión: extienden a su alrededor un frío polar. Esa temperatura gélida puede soportarse un tiempo, unas semanas, tal vez unos meses, pero a la larga inmoviliza de pies y manos. Una estrategia firme y un candidado idóneo están a punto de quebrar, congelados en una táctica que pudo haber sido flexible y es de hielo.
Y así, nos adentramos en una situación que el PNV deja pudrir cada día un poco más a la espera de que el PP pierda definitivamente la batalla de la opinión.
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