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Simancas

Conocí a Rafael Simancas un martes por la tarde en la radio. Acudió a una tertulia política en calidad de suplente porque a la titular de su partido en la charleta le surgió un compromiso ineludible. Aquel día me recordó a esos chicos que se ponen la chaqueta de su padre para parecer mayores. Entró en el estudio con un aire decidido claramente impostado y realizando ímprobos esfuerzos por no dar imagen de pardillo, aunque apenas lo lograba. Por un momento tuve la sensación de que no controlaba bien sus movimientos y al sentarse llegué a temer que le propinara un involuntario manotazo al micrófono que la mesa de audio hubiera transformado en estruendo. Nada de eso ocurrió. Cuando llegó su turno de palabra supo estar a la altura de las circunstancias y, en las intervenciones, no desmereció con respecto a los otros habituales y experimentados contertulios. Simancas descomponía el rictus de su cara aniñada, torcía la boca y repartía caña a diestro como si tuviera la necesidad fisiológica de vaciar sobre los rivales toda la munición de su canana. Al principio desentonó un poco tal exceso, pero enseguida templó. Personalmente no me sorprendió, sabía que era un tipo con ganas de hacer ruido, alguien que se creía realmente lo que decía aunque su discurso tuviera en ocasiones un punto de demagogia.Era en definitiva un entusiasta, lo que le convertía en rara avis dentro del PSOE. Desde que fue nombrado concejal del Ayuntamiento de Madrid, me pareció uno de los pocos elementos interesantes del grupo socialista, un político que sin resultar especialmente brillante se tomaba en serio su labor de oposición y además curraba, otra notable rareza a destacar. El pasado fin de semana cuando el noveno congreso de la Federación Socialista Madrileña proclamó a Rafael Simancas como nuevo secretario general, me alegré. Celebré la elección no porque se alzara con la victoria un hombre del llamado sector guerrista, y mucho menos porque el triunfo fuera el resultado de la estrategia de salón y los manejos de su oscuro caudillo José Acosta. Lo celebré porque se me antoja capaz de desprenderse de toda la mezquindad generada por las bandas organizadas en el seno de la FSM, causa principal de su miseria política. No es algo que sólo intuya. En los últimos dos años tuve la oportunidad de conversar con Rafael Simancas en numerosas ocasiones y, con frecuencia, me participaba su bochorno por el lamentable espectáculo que ofrecía el socialismo madrileño. Vergüenza que extendía abiertamente al funcionamiento del grupo municipal al que el mismo pertenecía. Reflejo fiel del caos imperante en su formación, el Grupo Socialista en el Ayuntamiento de la capital es, simplemente, un desastre. Completamente desestructurado por la inoperancia manifiesta del que era su titular, sólo la acción puntual y voluntarista de algunos de sus miembros le salvaba de la más absoluta grisura. Mientras Fernando Morán se leía plácidamente The Wall Street Journal apoltronado en su banco del salón de Plenos, los socialistas perdían un tiempo precioso para diseñar una estrategia sólida de oposición y forjar un líder capaz, al menos, de presentarle batalla al Partido Popular.

El acceso de Simancas a la Secretaría General de la FSM ha desencadenado de inmediato el primer golpe de timón imprescindible para rescatar al grupo municipal de la deriva. Morán anunciaba su marcha del Ayuntamiento y cabe imaginar que el siguiente paso será la designación de Simancas como portavoz y, más adelante, puede incluso que como candidato del PSOE a la alcaldía de Madrid. No es mala opción, al menos no peor que las que trataron de enamorar al electorado con santones sesteantes. Rafael Simancas no será probablemente un genio, ni tampoco un sesudo intelectual, ni siquiera un líder carismático que arrastre a las masas, pero le gusta trabajar, no le importa mancharse los zapatos de barro y, sobre todo, tiene ilusión por lo que hace. Sólo con esos valores ya se sitúa muy por encima de lo que hoy se despacha en políticos dentro y fuera de su formación. El lunes pasado volví a ver a Simancas. Estaba pálido, con ojeras y una calentura en el labio. Había dormido poco y resonaba aún en sus oídos el abucheo de sus amigos guerristas por integrar en la directiva a representantes del sector renovador. La chaqueta, sin embargo, ya parecía suya y tenía cara de chico mayor.

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