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Mi hijo no me lee

Es frecuente oir entre nosotros una queja y un lamento, el lamento de unos padres que se duelen del nulo aprecio de sus hijos por los libros, y la queja de unos profesores que confirman y padecen la escasa predisposición a la lectura que tendrían sus discípulos. En general, la causa se atribuye al dominio que los medios audiovisuales ejercerían sobre sus mentes infantiles, al hechizo de Internet y de la televisión. La lectura decrece -se insiste- y, de seguir así -se añade inmediatamente- no estará lejos la confirmación de la peores amenazas, en particular el advenimiento de aquella pesadilla ágrafa, incendiaria y ordenancista que soñó Ray Bradbury en Fahranheit 451. Echarles la culpa de los bajos índices de lectura a los medios audiovisuales es muy común y actual, pero la lógica que hay detrás de esa argumentación es muy antigua: es aquella que nos hace deplorar lo nuevo como amenaza.Hace tiempo leí, aunque no recuerdo dónde, una historia antigua, la del rector de un College británico que con desazón y estupor deploraba expresa y rotundamente la invención del tren. En efecto, el día en que vio llegar los primeros ferrocarriles a Cambridge exclamó algo así como: "Esas máquinas que ustedes ven y que yo también veo nos producen a Dios y a mí la misma consternación". Admitamos que el simpático rector cometiera la pequeña arrogancia de compararse con Dios, la misma arrogancia que perdió a Lucifer. Pero, fuera de eso, lo diabólico, lo auténticamente diabólico del caso, no era esa campechanía de trato con que se aupaba hasta el creador. Lo verdaderamente satánico era la máquina, esa odiosa e imprevisible invención que, a juicio del rector, nos alejaba aún más del paraíso terrenal, de esa fusión primitiva con Dios y con la naturaleza. Si se podía viajar más allá de lo que razonablemente soporta o alcanza el cuerpo humano, entonces es que los individuos habrían logrado dotarse de una prótesis metálica, de un artefacto prodigioso -ya que nos debemos al lenguaje del rector-, de una prolongación que les daría talla, fuerza y dominio.

Hay un peligro se nos dice ahora en el despliegue de Internet y hay también un desastre previsible en el proceso mundializador. Así, es frecuente denunciar el debilitamiento del contacto real entre humanos, el enfriamiento de nuestras relaciones. Gracias a la red nos las apañaríamos cada vez más con la imagen sin leyenda, con el sexo a distancia, con el roce frío de la máquina, con la reconstrucción virtual de un mundo sin imperfección, sin impureza, sin suciedad, sin contagio. Así, podríamos reemplazar el mundo externo y empíricamente constatable por la hiperrealidad. Cobijados en nuestro nicho cibernético, ya no precisaríamos acudir al exterior; conectados a distintos terminales, ya no necesitaríamos trabar contacto físico; cableados, ya no requeriríamos salir, hasta el punto de hacer superflua toda presencia. Hay una advertencia razonablemente severa y fundada en estos pronósticos apocalípticos; pero hay también, qué duda cabe, una admonición que nos recuerda -insisto- a la tradición enfurruñada del rector británico.

Fíjense: lo que se denuncia es que por culpa de Internet ya no habría velocidad que se nos resistiese ni distancia que franquear, ya no habría noción de lo lejano y lo cercano y ya no habría un mundo hecho a la medida propiamente humana. La red nos haría recaer en un espejismo satánico, la arrogancia de creernos como dioses, sin barreras, sin obstáculos, sin limitación. Eso, indudablemente, disgustaría a Dios y al rector del College, como disgusta a tantos de nuestros contemporáneos. Sin embargo, hay un error en el planteamiento de aquel antepasado nuestro. En primer lugar, no está claro que Dios ande desazonado; y, en segundo término, de estarlo, lo estaría desde mucho antes, desde la caída del hombre, desde Eva, o, más recientemente, desde la aparición del libro. Por ejemplo, en el Fedro de Platón, se oponían muy serios reparos a la escritura: fiándolo todo a la palabra escrita, la memoria personal no se ejercitaría y los individuos se abandonarían a un soporte externo. La aparición de la imprenta y la lectura individual fueron también acogidas con objeciones apocalípticas. Si la invención de Gutenberg facilitaba la multiplicación de los libros, facilitaba la propiedad individual y su difusión, ese hecho podría provocar aislamiento, apartamiento. La lectura silenciosa y retirada en gabinetes particulares -decían- acabaría por dar salida a las fantasías de cada uno. Con el libro ya no sería preciso moverse, ya no sería necesario partir, ya no sería preciso marchar para emprender un viaje, puesto que alguien habría anotado en el volumen la experiencia individual de un viaje que hizo por nosotros, y con ello nos facultaría, nos daría alas, nos haría desplazarnos sin esfuerzo.

Justamente por eso, para los apocalípticos más recalcitrantes, las obras de ficción serían las más peligrosas o dañinas. Esos libros no sólo relatan un viaje que el lector no ha hecho, que el lector no ha consumado, sino que, además, son narraciones de un desplazamiento que nadie ha emprendido. Con ello, si la lectura daña la experiencia humana porque nos hace vivir la vida muelle del sedentarismo, las obras de ficción serían aún más malignas: nos llenarían el alma de experiencias vicarias y falsas. ¿Hay algo peor? Voltaire deploraba la afición a leer novelas que tenían sus contemporáneos. Para uno que lee filosofía, decía, hay veinte que leen ficciones. Esa inclinación por las novelas mostraría un ensanchamiento erróneo de la experiencia: nada habría que pudiera garantizar que lo aprendido o sabido por las ficciones se correspondiese con la realidad. ¿No estaríamos adentrándonos por caminos jamás transitados?

Seguir atribuyendo a los mass media la razón de que nuestros hijos no lean es una inculpación perezosa. El uso de los diferentes medios no puede tomarse como si de un juego de suma cero se tratara, como si el tiempo que invierto en esto lo restase a aquello, sino que ha de ser una combinación dirigida, equilibrada, racional y tutelada por los padres, por unos padres que no abdican de su función y que se emplean como tales desde la primera infancia del niño. Leer es un viaje, navegar por Internet, también. Hace falta guía, dirección y un sabio dominio del lastre, porque la lectura no es algo instintivo para lo que haya universal predisposición, sino que es una tarea que se aprende y a la que se empuja, una labor que requiere capacidad y preparación, refuerzo y voluntad, exigencia y presión. Decir que mi hijo no me lee es desplazar toda la responsabilidad a los otros, al vástago al que nunca contrarío por temor a ofenderlo o a la sociedad mediática que multiplica los hechizos y las prótesis para consternación de Dios y del rector.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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