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Extrañas mayorías

Para todos aquellos que, siguiendo criterios de sentido común, piensan que la democracia mayoritaria es poco menos que sinónimo de fortaleza gubernamental y estabilidad política el espectáculo de la elección presidencial americana debe parecerles desconcertante: la aplicación de criterios de organización propios de ese modelo de democracia, del que los USA constituyen un ejemplo de singular pureza, es la causa directa de una seria crisis política que, de no cerrarse pronto, y eso parece poco probable, va a llevar a los Estados Unidos a una crisis constitucional, que, por cierto, algunos media ya afirman. Los Estados Unidos entran en un período de turbulencias provocadas precisamente por las consecuencias inevitables de unas reglas institucionales que han llevado incluso a situaciones surrealistas: ya no es sólo el Cid el que gana después de muerto.Uno de los detalles más llamativos del resultado, aún provisional, de la elección es la falta de correspondencia entre el voto popular y el número de compromisarios que corresponden a cada candidato, y la aberración de que el candidato más votado por los electores, a pesar de contar con 170.000 votos más, que no es grano de anís precisamente, depende para su elección de que un puñado de votos, a medir en cientos, y pocos, le otorguen o no el número de compromisarios necesarios para alcanzar lo que los electores ya le han dado: el primer puesto. Tan curiosa situación, que no es nueva en la historia constitucional americana, se debe a la combinación de dos institutos de naturaleza mayoritaria: la decisión por mayoría simple y la distorsión de la asignación de puestos para favorecer la formación de mayorías.

Desde Condorcet sabemos que el principio de decisión típicamente mayoritario, el de la mayoría simple, puede fácilmente conducir a la derrota del candidato preferido por la mayoría de los electores y al triunfo del que la mayoría más rechaza. Que la elección sea ganada por el candidato que la mayoría de los electores (demócratas más verdes) no quiere es un buen argumento a favor del principio de mayoría absoluta, con doble vuelta si hace falta, como medio de resolver la elección de un cargo unipersonal, como la presidencia de los Estados Unidos. Y supone un buen ejemplo de por qué es indeseable introducir ese método de elección en nuestras elecciones parlamentarias, como algún que otro director de diario y algún que otro tertuliano, curiosamente próximos al partido que nos rige, viene defendiendo. El resultado provisional acredita, además, cuán deficiente es un método de votación que obliga al elector a votar en blanco y negro, impidiendo la expresión de cualquier clase de expresión y ordenación de preferencias, cuando los ciudadanos no estructuramos nuestras opiniones políticas así. Aquí es aplicable la vieja observación hamletiana: el ciudadano es más complejo de lo que indica la filosofía del "el primero se lleva el puesto". Si las elecciones tienen que producir cuerpos representativos y gobiernos que se asemejen a los electores a los que representan, el voto de lista con ordenación de preferencias y el escrutinio proporcional figuran en el orden del día. Lo que constituye una buena sugerencia para modernizar nuestra obsoleta legislación electoral y su principio mayoritario vergonzante.

La inversión de mayorías no se debe sólo al método de votación, se debe, además, a la estructura del colegio de compromisarios. La razón es bien simple: de los 538 delegados que eligen al presidente 435 se reparten entre los Estados-unidades electorales, según la población de cada uno de ellos, pero los ciento tres restantes no. El porqué se explica fácilmente, los Estados tienen tantos compromisarios como escaños eligen en la Cámara de Representantes y en el Senado, y el número de los senadores es fijo e igual, dos por Estado. Como se dice en nuestra jerga electoral hay un mínimo inicial de dos escaños por distrito y los demás se reparten según la población. La consecuencia es que el valor inicial del voto, el que tiene antes de decidirse y votar, es distinto según el Estado: en los Estados de población mayor que la media el voto vale menos, en los que tienen una población por debajo de la media valen más. El método de elección se parece así al de la Animal Farm orwelliana: todos los votos son iguales, pero algunos son más iguales que los demás. La cosa es aún mas surrealista en el caso USA: si el colegio de compromisarios no estuviera en el art. 2 de la Constitución, sino en la ley electoral sería inconstitucional por ser incompatible con la cláusula de igualdad de la enmienda décimocuarta.

No crea el amigo lector que esas cosas raras sólo pasan en una Constitución del siglo XVIII y en un país lejano, no tiene más que leer nuestras leyes electorales, la general y la valenciana, o la Constitución y el Estatuto para encontrarse con reglas similares, e incluso más atentatorias contra la igualdad y el principio democrático. Esa es la explicación de por qué lo que le sucede a Gore según los resultados provisionales ya le pasó a Maragall en las autonómicas catalanas. Y es que reglas de ese tipo, a más de atentar contra el principio de igualdad y reducir las invocaciones a la soberanía popular a un mal chiste, constituyen una bomba de relojería cuya explosión es certus an, incertus quando.

Por eso resultan muy pertinentes las voces que se han alzado pidiendo la reforma del sistema, voces que se han alzado allá, pero que también deberían alzarse aquí porque aquí el problema es similar, sólo que más grave. Y es que en una democracia que sea tal no parece que sean convenientes las extrañas mayorías.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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