Hay que reformar el sistema electoral estadounidense
Es de esperar que, sea quien sea el próximo presidente de Estados Unidos, los dos grandes partidos y los ciudadanos estadounidenses en general reconozcan que ha llegado la hora de introducir cambios, largamente aplazados, en el sistema electoral federal. El primero de esos cambios debería ser la supresión del Colegio Electoral, creado en 1787 por razones que han dejado de ser válidas en el siglo XXI, como tampoco lo eran en el XIX ni en el XX.En 1787 existía el razonable temor a que, en un territorio muy grande, mal comunicado y en el que la lealtad a los nuevos Estados Unidos no estaba aún muy asentada, muchos partidos regionales pudieran elegir varios presidentes, y se consideró que la creación de un Colegio Electoral, como parte de la Constitución Federal, sería el mecanismo apropiado por el que un candidato se vería obligado a asegurarse una mayoría de votos en varios Estados. Los padres fundadores temían también posibles "excesos" o "errores" fatales por parte del voto popular y sufrían una gran presión para proteger a los Estados pequeños frente a la amenaza de ver que sus votos se perdían ante los de los Estados más poblados.
En el Colegio Electoral, cada Estado tendría tantos electores como representantes en el Congreso (elegidos proporcionalmente a la población) y senadores (dos por cada Estado, al margen del número de habitantes). Y los partidos elegirían a los miembros del Colegio Electoral. De esta forma, se pensaba que se protegería a la institución frente a potenciales "radicalismos" y se defendería la voz de los Estados pequeños. Pero en el año 2000, en todos los países democráticos está asumido que "una persona, un voto" significa realmente que todos los votos tienen el mismo valor y que el voto popular es el que debe determinar al vencedor en las elecciones.
Pero la eliminación del Colegio Electoral no es más que uno de los muchos cambios necesarios para garantizar la limpieza de las elecciones en EE UU. Hasta después de nuestra guerra civil (1861-1865), la gran mayoría de los negros y de los indios estadounidenses no votaba. Entre, aproximadamente, 1880 y 1940 los jefes de las grandes ciudades, utilizando policías corruptos y presiones mafiosas, decidieron cuántos inmigrantes recientes podían ser reconocidos como ciudadanos con capacidad para votar, y también cuántos de ellos deberían ser engatusados, acompañados y recompensados financieramente por introducir su papeleta en la urna. En los años sesenta y setenta, miles de valientes ciudadanos y cientos de abogados defensores de las libertades civiles ayudaron a millones de votantes negros a pasar la barrera del alfabetismo y a cumplimentar los requisitos necesarios para censarse a fin de poder votar en las elecciones locales y federales; la mayoría de ellos, aunque no todos, vivía en los Estados esclavistas del Sur. Cuando el autor de este artículo se mudó de San Diego a Barcelona tuvo que mantener una extensa correspondencia con anónimos funcionarios del distrito electoral de San Diego Norte para confirmar su derecho al voto por correo.
Parte tanto de la gloria como de la frustración de la democracia estadounidense es que quienes preparan las elecciones administran los colegios electorales, supervisan la apertura de las urnas, así como el recuento de los votos y su traslado a las autoridades del condado y del Estado, son voluntarios locales y lo hacen con leyes locales. Como han dicho muchos comentaristas, no es extraño que haya que realizar un recuento de votos. Lo que pasa es que nunca hasta ahora un recuento local en un Estado que tiene una larga historia de recuentos ha sido decisivo en una elección presidencial.
Muchas de las bromas que hoy se hacen sobre un Estados Unidos convertido repentinamente en una república bananera se basan en el hecho de que la nación más avanzada del mundo desde el punto de vista tecnológico, siga todavía transportando las urnas y contando los votos a mano. Una vez más hay que darse cuenta de que Estados Unidos es una tierra de inmensos contrastes donde todavía hay aldeas en montañas y bosques a las que sólo se puede llegar por pistas. Hay decenas de miles de personas que se sienten orgullosas de vivir lo más aisladas posible de las megaciudades, orgullosas de sus rifles, del recuento de votos a mano, de doblar sus papeletas e introducirlas personalmente en cajas de cartón con una abertura hecha a mano en la tapa. Técnicamente hablando, sería perfectamente posible eliminar los colegios electorales e instituir el voto electrónico en todos los enclaves rurales y para todos los votantes en el extranjero. Pero hay viejas tradiciones y rituales que un número sustancial de estadounidenses identifica con sus aútenticos derechos como ciudadanos. Dado que también hay tradiciones centenarias que dificultan al máximo el voto de los inmigrantes recientes y de la gente de color, ¿sería justo obligar a votar electrónicamente en las aldeas de las reservas indias, en las comunidades negras de la cordillera Apalache o en los pueblos de los pantanos?
Finalmente, hay otros dos obstáculos para la reforma del sistema electoral. Uno es la apatía. Apenas la mitad de los ciudadanos vota en unas elecciones presidenciales y menos de la mitad lo hace en las estatales y locales. La prosperidad hace que alguna gente considere que lo único importante para sus ambiciones personales son los comportamientos económicos y no el sistema político. En el otro extremo de la escala, la pobreza y la marginación psicológica hacen que millones de personas piensen que no merece la pena votar, que, vote lo que vote el pueblo, todas las decisiones las tomará la élite de dos partidos muy parecidos. En la presente situación, muchos comentaristas señalan que el voto de Nader basculó la elección de Gore a Bush, pero es igualmente cierto que si el voto de Nader fue desagradablemente escaso desde su punto de vista fue porque muchas de las personas con preocupaciones ecológicas que presumiblemente le hubieran votado son también personas que no votan. El último obstáculo a mencionar es que el sistema del Colegio Electoral y los no reconocidos numerosos impedimentos para censarse tienden a favorecer los intereses políticos conservadores. Además, en EE UU, como en prácticamente todos los países democráticos, las circunscripciones parlamentarias están diseñadas de tal modo que se necesitan más votos urbanos que rurales para elegir un representante.
Aunque están muy claros los cambios que habría que realizar para mejorar el sistema electoral, hay demasiados intereses conservadores establecidos, que se verían amenazados con una pérdida relativa de poder si esos cambios fueran llevados a cabo. Con respecto a la crisis actual, me parece evidente que el interés nacional, independientemente del punto de vista político de cada uno, es suprimir el Colegio Electoral, que en el año 2000 constituye una amenaza para la credibilidad democrática de las elecciones presidenciales de Estados Unidos.
Gabriel Jackson es historiador estadounidense.
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