La enseñanza de las humanidades
La dificultad con que nos tropezamos en la discusión actual sobre el papel de las humanidades en la educación secundaria radica en que no sabemos muy bien cuáles han de ser sus contenidos. Los studia humanitatis se remontan a la Italia del siglo XV para referirse al estudio del griego y el latín -gramática, retórica, poesía, la historia, preferentemente la llamada historia sagrada y la de Roma- y la filosofia moral que se desprende de aquellas culturas. El supuesto que subyace es que la antigüedad clásica representa el paradigma cultural al que ha de aspirar el ser humano para alcanzar su dignidad plena. En consecuencia, educar a ser hombres cabales supone transmitir un conocimiento profundo del mundo griego y romano.Es un mensaje que tuvo ya difícil acomodo en el momento en que surge, y sin duda tiene un encaje todavía más peliagudo en el nuestro. Que la realización de lo humano hubiese cuajado en culturas aún no iluminadas por la revelación no era fácilmente asumible por el mundo cristiano. De ahí que un humanismo consecuente fuera muy minoritario y casi exclusivo de Italia. Maquiavelo fue, sin duda, su representante más conspicuo, convencido de que la decadencia de Roma se debió a la expansión del cristianismo, así como no dudaba que los Estados Pontificios eran el enemigo principal de la nación italiana. El humanismo se salva, tanto en Italia -Giovanni Pico della Mirandola, Lorenzo Valla- como sobre todo al norte de los Alpes -Erasmo es, sin duda, su mayor valedor- porque sabe vincular la admiración renacida por lo griego con la esperanza, al volver a sus fuentes griegas, de una renovación del cristianismo. Erasmo publica la traducción del griego al latín del Nuevo Testamento en 1516; la Biblia Complutense, detenida por la Iglesia, no aparece hasta 1522.
Las humanidades logran implantarse como conducto renovador del cristianismo, pero aun así, más allá de la función propedéutica que tenían asignadas desde siempre, no encuentran ajuste en la enseñanza universitaria. Se mantienen las tres facultades de teología, derecho y medicina hasta el siglo XVIII, cuando en las universidades más abiertas aparece una cuarta facultad, la de filosofía, que incluye todos los demás saberes, desde las ciencias naturales -filosofía natural- a las distintas filologías y la historia. Las humanidades no adquieren rango universitario hasta el siglo XIX, el siglo glorioso de la filología y la historia.
Si en el Renacimiento las humanidades convergen en la reforma del cristianismo, dándole nueva vida, en el XIX constituyen el basamento ideológico de las nuevas naciones. Italia, primero; luego, Francia, Inglaterra y, finalmente, Alemania tratan de edificar una identidad nacional, recurriendo al mundo clásico. Las humanidades, que se centran en el aprendizaje del griego y el latín, como punto de partida para conocer la literatura y la historia de Grecia y Roma, constituyen, junto con el conocimiento de las ciencias naturales, la base de la educación de la élite dirigente. A finales del XIX, en la Europa más desarrollada nadie podía ingresar en la universidad sin un conocimiento notable de las lenguas clásicas y de las matemáticas y la física. En estos saberes se sustenta la idea de hombre superior que el europeo tenía de sí mismo. Su grandeza se remontaría al mundo griego, la plenitud de lo humano, del que se siente digno sucesor. Justamente, en esta herencia fundamenta su misión de expandir el humanismo por todo el planeta. El estudio de las humanidades reconcilia así el nacionalismo con el universalismo que define a la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial.
Un siglo más tarde el panorama ha cambiado por completo. La educación ya no es privilegio de una clase dirigente, sino un derecho de todos. Los saberes, más que señas de identidad de una élite, social y económicamente independiente, son útiles de trabajo para ganarse el sustento. La universidad ha dejado de ser el recinto donde se prepara una minoría al servicio del Estado o al de unas pocas profesiones liberales, juristas y médicos, para convertirse en una escuela profesional de masas, que reparte unos títulos académicos que sólo se justifican si sirven para abrir las puertas del mercado laboral. Y éste reclama tan sólo conocimientos técnicos, provinientes de las ciencias naturales, o del derecho, la economía y la administración. Mientras que se mantuvo la idea, tanto del valor paradigmático de la cultura grecolatina como de que éramos sus legítimos sucesores, las humanidades no necesitaban de ulterior legitimación, pero hoy sólo una minoría de europeos las comparten. El hecho es que el griego y el latín han quedado reducidas a lenguas de especialistas, como lo son el hebreo, el árabe, el sánscrito o el chino. Y larga sería la disputa sobre qué lengua entre ellas es la más preeminente. Europa sabe ya que el destino del planeta no es llegar un día a ser todos como nosotros; más bien el desafío consiste en encontrar un hueco en un mundo que ha trasladado el centro de poder a América y está haciéndolo a Asia.
Así las cosas, parece una batalla perdida tratar de conservar una tradición europea, vigente hasta el último tercio del siglo XX, que centraba la enseñanza media en el estudio de las lenguas clásicas y de las ciencias naturales. Mientras que estas últimas requieren más tiempo y dedicación -nadie discute el papel decisivo de la ciencia en cada vez más ámbitos de la vida social y económica, hasta el punto de que el desarrollo de un país en buena parte depende del nivel científico que haya alcanzado-, los estudios clásicos han quedado reducidos a una especialidad más, entre otras lenguas y culturas concurrentes, lo que no puede dejar de reflejarse en la enseñanza media. Desde luego que esta ruptura significa un corte de enorme transcendencia sobre el que no se ha meditado lo suficiente, pero se ha efectuado, y de hecho cada vez son menos los que se angustian ante la barbarie que se aproxima.
Pero, si no cabe dar vuelta atrás, tampoco resulta fácil suprimir de un plumazo las humanidades. Habrá por lo menos que enseñar a la juventud la propia lengua y, pese al prejuicio en contrario, se puede hacer bastante bien sin el latín. Pero no basta, aunque ya hubiéramos ganado mucho si la enseñanza media acostumbrase al alumnado simplemente a leer y a expresarse por escrito. Una vez en posesión de la propia lengua, es preciso dominar el inglés, la lengua de comunicación internacional que hoy sustituye al latín, además de alguna otra lengua importante de una Europa unida, en la que irán en rápido aumento los contactos entre los distintos países. Como no se puede aprender todo al mismo tiempo -el saber sí ocupa lugar y tiempo-,
no cabe otra opción que adelantar el calendario 2.000 años y asumir que los clásicos que tenemos que enseñar en las escuelas son los escritores, científicos y pensadores de los siglos XVI al XIX, que escriben en español, en inglés, en francés o en alemán. El que termine el bachillerato ya no podrá leer a Sófocles en griego, como se exigía en la Alemania o la Inglaterra de finales del XIX; nos tendremos que conformar con que pueda leer a Shakespeare en inglés o a Cervantes en español.
Mayores dificultades presenta la enseñanza de la historia, al encontrarse hoy en un rápido proceso de reestructuración. Con grandes esfuerzos estamos saliendo de unas historias nacionales, instrumentos ideológicos de los nacionalismos estatales, diseñando una historia de Europa que, pese a que tampoco se verá libre de desviaciones ideológicas, sirva por lo menos a la construcción de una sociedad europea. Hasta ahora la enseñanza de la historia pretendía sobre todo afianzar el sentimiento nacional; en el nuevo contexto político-económico que estamos construyendo, Europa -no los Estados, y menos las regiones- es la dimensión propia de la historia que hemos de enseñar en los colegios.
Si el problema de las lenguas, las modernas, y el de la historia, la de Europa, se dejan, en principio, encauzar, el obstáculo mayor radica en transmitir una idea del hombre, que es, justamente, el núcleo fundamental de la enseñanza de las humanidades. Y ello, por dos razones. En primer lugar, vivimos en sociedades que se caracterizan por un pluralismo ideológico, y son varias las ideas de lo humano -religiosas, humanistas o científicas- que compiten entre sí. No era ésta la situación en la cristiandad o en el siglo XIX, con el nacionalismo como elemento integrador. En segundo lugar, porque el Estado democrático de derecho que preceptúan nuestras constituciones es aconfesional, es decir, ajeno, no sólo a cualquier religión, sino también ideología o cosmovisión. Su neutralidad ideológica es un requisito esencial de nuestras libertades. Nos topamos así con la paradoja de que el Estado, al organizar la educación, incluso dictando sus contenidos, desempeña un monopolio educativo para el que su neutralidad ideológica le incapacita. No hay forma de educar -de ahí que las humanidades sean imprescindibles- sin un proyecto de hombre que incluya una escala de valores; pero no tenemos uno, sino varios, muy diferentes y hasta contradictorios. No cabe, por tanto, otra solución que centrar la educación secundaria en explicitar las concepciones religiosas, humanistas y científicas más extendidas en nuestra cultura común europea, mostrando las virtudes de la tolerancia y de la convivencia en paz de los que son, quieren y tienen todo el derecho a ser diferentes.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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