LA CASA POR LA VENTANA ¿Y si fuera una copia original? JULIO A. MÁÑEZ
No se cómo lo verán Juanito Pérez Benlloch, José Manuel Gironés, o Gandía Casimiro, entre otros plumíferos que no siempre alardean de modestia poniendo su nombre al final de sus escritos, pero todos reconocerán como caballeros que una de las gracias mayores, si alguna tiene, de su jefa consiste en las atrocidades que ponen en su graciosa boquita sus escribidores oficiosos a la hora -que son todas en las que ejerce- de armarse un taco de consideración emulsionando en coctelera ajena los retos fascinantes de nuestro fin de siglo con las posiciones trasnochadas de la izquierda, para negar acto seguido que la izquierda o la derecha existan en este estimulante fin de milenio y terminar echando mano de un turmix de ideologías de segunda o tercera mano, según el panfleto haya sido dictado a dos o a cuatro extremidades, para decretar el fin de toda ideología en este deslumbrante fin de año, al que le quedan un par de meses mal contados. No sé cómo lo verán, pero podrían poner sus plumas a remojo cuando las barbas de Ana Rosa Quintana arden no ya a cuenta de un plagio narrativo, que eso ocurre todos los días incluso en el mejor de los premios literarios, sino debido a la creciente sospecha de que la reina de telecorazones jamás escribió una línea del libro que autoimputa. Como con tanta gracia ha dicho estos días la sí escritora Ángeles Mastretta, en cuya inspiración también ha entrado a saco el oscuro escritor de la novela firmada por la Quintana, resulta divertido que las chicas sin criterio ya no se conformen con desear el desfile por la pasarela o figurar como extras de cine, porque ahora aspiran también a hacerse pasar por escritoras. La ventaja, mísera, de Ana Rosa es que su editora retira su libro fingido, mientras que la mucho más nuestra Generalitat no parece dispuesta a seguir el ejemplo decidiéndose a borrar de la memoria colectiva los hiperbólicos panfletos que algunos enemigos le hacen firmar a la Consuelo. Tampoco en eso somos europeos todavía, digo de la plausible producción de la impostura. Pasando a otra cosa, que viene a ser la misma, la estrella de Zaplana se apaga hasta el punto de que Josemari Aznar no tiene otro remedio que emprender una larga gira asiática para no asistir en vivo y en directo a la trayectoria descendente de un declive poco acorde con los retos fascinantes, estimulantes, ilusionantes y demás terminaciones en antes de rigor en el cantamañismo ideológico de la derecha. Es tal vez perverso y algo idiota (en el sentido en que Sartre titulaba su ensayo sobre Flaubert) acordarse de Marx en esta tesitura, pero creo recordar que el alemán escribió en alguna ocasión que los gobiernos no eran otra cosa que la expresión de los intereses económicos de los monopolios dominantes. Así que no deja de tener gracia que Aznar se haya contagiado del recio espíritu catalán de su antaño compinche Jordi Pujol convirtiéndose en el viajante de comercio que se dispone a convencer a los pobres vietnamitas de las ventajas del capitalismo que creyeron liquidar en su particular guerra de independencia, cuando el prócer tiene mucho más cerca a un tercio al menos de los españoles que todavía esperan una explicación satisfactoria acerca de la gestión de este Gobierno, tanto en general como en la difusa particularidad de las autonomías que quedaron a los pies de sus caballos.
Otras anticuadas novedades hay que detectarlas en una Mostra del Cinema Mediterràni cada vez más resuelta a contribuir a las atenciones propias de un geriátrico institucional con sus minutajes correspondientes. Las fotos acostumbran a cantar, y además perduran. En la gala de inauguración, queda el testimonio de una instantánea incomprensible en la que Alain Delon prefiere dirigir su mirada hacia una siempre escéptica Marcela Miró mientras María Jiménez parece enfadada y otea fuera de campo, Pepe Sancho soporta la proximidad de una alcaldesa -quién sino ella, Lovely Rita, Rita me- provista de un escote temerario y transparente y de su inimitable collar de perlas imitadas colgando hasta mucho más abajo del esófago, en ese segundo ajeno a toda noción de misericordia en el que el anarco vestido Lluís Fernández finge una sonrisa dental ante la cámara y el tupé primorriverista de Mayrén Beneyto fija sus ojos vidriosos en la nuca canosa y alicatada del astro francés. En segundo plano, algunos alzan los brazos, no se sabe si acompañados de gorgoritos de emoción o de señales de protesta, y en conjunto basta con prescindir de algunas pajaritas que ahorcan según qué pescuezos para sospechar que estamos ante una protesta de pacientes menos jóvenes ante el ambulatorio de Serafín Castellano que decreta cinco minutos máximo de asistencia para los enfermos de primera, segunda o tercera instancia. Manda huevos que Fassbinder ya no pueda filmar esta clase de espectáculos. ¿Y el teatro romano de Sagunto? Pues que instalen la Ciudad del Teatro en Terra Mítica antes de que devenga en Mísera, con Marco Molines de jefe de acomodadores.
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