'Arte': liebre por gato MARCOS ORDÓÑEZ
- 1. Dos años, y aún mejor. Tívoli, Arte, de Yasmina Reza, Compañía Flotats. Fui a verla el sábado 30 de septiembre. Una fecha significativa: se cumplían exactamente dos años de su estreno en Madrid, en el Marquina. Sábado noche: agotadas las localidades. Y el Tívoli debe de tener de aforo el doble, o más, que el Marquina. La función que vi esa noche de sábado en el Tívoli es un caso rarísimo; yo diría que el único que he visto en mi vida. Ustedes saben que con las funciones suele pasar al revés que con el vino: no mejoran con el tiempo. Más bien al contrario. Por lo general, mejoran durante el primer mes, los cómicos "se hacen" con ella, con sus personajes, con sus ritmos; a partir del segundo queda "fijada", y a partir del tercero o el cuarto ya están deseando como agua de mayo -siempre hay excepciones- "pasar" a otra comedia, o a una película, o a una serie.Cuando la función llega al año en cartel, también por lo general, poco tiene que ver con la que vimos el día del estreno. Los cómicos -algunos- se saben todos los trucos, todos los "efectos", y suelen hacerla con el piloto automático, buscando la risa fácil (o la emoción fácil) del público. Que una obra como Arte, con dos años sobre las espaldas, con una reciente y fatigosa gira de verano a cuestas, siga, en su dirección y sus interpretaciones, no sólo tan fresca sino, para mi gusto, todavía mejor que la noche de su estreno, señoras y señores, es cosa que roza el milagro. Dos años en cartel y, ojo al dato, con los mismos actores -Flotats, Pou e Hipólito, menos en la gira de verano, en la que Jesús Castejón sustituyó a Pou- porque, como ustedes también sabrán, en todos los países en que se representa Arte los tríos se renuevan cada cinco o seis meses. En Londres, por ejemplo, la estrenaron, en el Wyndham de Charing Cross, Tom Courtenay, Ken Stott y Albert Finney, de octubre de 1996 a marzo de 1997, y desde entonces han seguido nada menos que 14 tríos más, con nombres tan conocidos como Anton Lesser, Henry Goodman, Roger Allam, Stacey Keach o Judd Hirsch; el reparto más reciente -18 de julio- está integrado por tres stand-up comedians de lujo, Colin Buchanan, Alistair McGowan y Sean Hughes. En París se estrenó en 1994, en la Cómedie des Champs Elysées, dirigida por Patrice Kerbrat. En Broadway, en el Royale Theatre, donde ahora están haciendo Copenhaguen, la presentaron, en la misma adaptación inglesa de Christopher Hampton, Alan Alda (Marc), Victor Garber (Serge) y Alfred Molina (Ivan); por las mismas fechas, más o menos, se estrenaba, en castellano, con dirección, adaptación y coproducción (que rima con forrarse el riñón) de Flotats, en el Marquina de Madrid.
- 2. 'High boulevard'. No les voy a enumerar ahora los premios que se ha llevado Arte porque no me quedaría espacio para hablar de ella. Yo adoro esta función; Yasmina Reza (de la que acabo de ver también su primera obra, Conversations after a burial, en el Almeida) me parece una escritora brillante, originalísima, que evita los peores pecados del teatro: la pomposidad expositiva y las falsas profundidades. Cuando la vi en el Marquina recuerdo que escribí: "Un episodio de Seinfeld escrito por una hija de Nathalie Sarraute". Me sigue pareciendo una buena definición, y aclaro que tanto Jerry Seinfeld como la Sarraute son dos iconos para mí. Como en Seinfeld, una aparente nadería (pero carísima: una tela "casi en blanco" de un tal Andrios que le ha costado cinco kilos a Sergio -Carlos Hipólito-) es el detonante para una explosión en cadena de enfrentamientos con sus amigos del alma, el colérico Marcos (Pou) y el pusilánime Iván (Flotats); tres amigos que, en cuestión de una semana, ven saltar por los aires una relación de 15 años pour un oui ou pour un non, por la entonación de una frase, por una sonrisa que se recibe como un escupitajo entre los ojos. Sí, es el humor de Seinfeld (y de Woody Allen: neuróticos urbanos en plena crisis) y la arquitectura de matices perversos y subtextos sulfúricos de la Sarraute, que empieza a asomar sus garras hacia la mitad. A mitad de la función, lo que simplemente parecía una divertidísima y sofisticadísima sesión de esgrima paranoica con dianas más o menos à la page (el arte contemporáneo, los psicoanalistas tirando a lacanianos, las terapias new age) se convierte en un marivaudage implacable sobre la fragilidad de la amistad, sobre la incapacidad de entender y de amar, en el que los personajes, como en las mejores comedias de Marivaux, caídas las máscaras y agotada la esgrima de salón, quedan frente a frente, con la verdad desnuda de sus vidas y sus secretas intenciones. Escribí en su día: "Arte es una soberbia función, admirablemente escrita y construida, con personajes que se revelan poco a poco hasta adquirir una complejidad insospechada y que, entre risas, sabe decirnos unas cuantas cosas nada banales sobre nosotros mismos: no se me ocurre una mejor definición de lo que ha de ser una comedia". High boulevard, señoras y señores; uno de los artes más difíciles del mundo, que Mihura definió como "la sabiduría de dar liebre por gato".
- 3. Música de circo. Peter Handke, más hermético que Mihura, decía que la melodía de su texto Pels pobles (Über die dorfer) debía sonar, en boca de los actores, como "música de caravanas". Yo oigo música de circo, de alambre y de trapecio en el montaje de Flotats; funambulismo puro en el juego de sus actores. De alguna manera, Arte es una pieza musical, un trío "para clown, augusto y contraaugusto". Marcos (José María Pou) es un clown colérico, amargo, sarcástico, como todos los clowns; Sergio (Carlos Hipólito) es un augusto zumbón que sostiene con él un combate de alto voltaje; Iván (Flotats) es el contraaugusto que recibe, literalmente, todas las bofetadas. A muchos espectadores que conozcan el ego de Flotats y desconozcan la comedia les sorprenderá, como me sorprendió a mí en Madrid, que no se haya quedado, como el mattatore que es, con cualquiera de los papeles de mayor lucimiento -Marcos, Sergio-, sino que haya tenido la humildad y la inteligencia de repartirse un papel absolutamente a contrapié, el fiel de la balanza, el poverello de la comedia. En su momento, muchos nos temíamos que Flotats caería en la trampa de no ofrecer un concierto para trío, sino un recital de violín solista con acompañamiento, y eso no sucede en ningún momento. También es cierto que su interpretación, que a ratos recuerda más un Pierrot lunático que lunar, a lo Jerry Lewis, es la más extraña de las tres. No sólo porque no está, con todos mis respetos, en la edad de encarnar a un "chico casadero", como se repite con frecuencia en la obra (aunque estamos en el teatro, y en teatro nos podemos creer cualquier cosa: tampoco Russell Beale, como les contaba hará dos semanas, daba la edad ni el tipo de su Hamlet), sino porque mientras Pou e Hipólito se mueven en la cuerda del naturalismo estilizado de la alta comedia, Flotats construye un Iván que parece haber llegado de una galaxia muy, muy lejana, y eso produce una, digamos, cierta disonancia en el concierto. Quizá, sí, el trabajo actoral de Flotats sea el más discutible, pero no hay que olvidar dos cosas: a) su labor de dirección, que es una verdadera filigrana, y b) que ha rebajado considerablemente, respecto al estreno que vi en Madrid, sus momentos de lucimiento personal -sobre todo el pinyol de Iván, su monólogo cómico, un trabalenguas de varias páginas de texto que recita a velocidad supersónica- para jugar a tres, cosa imagino que nada fácil cuando se juega en casa, en campo propio.
José María Pou sabe que tiene entre manos el personaje bombón de la comedia, y nos ofrece una interpretación mayúscula, con una potencia y una velocidad en el cambio de registros (sarcasmo, amenaza, dolor, soledad) incluso superior a lo que nos tiene acostumbrados, que ya es decir. Tanto en Madrid como ahora, en el Tívoli, me pareció estar viendo al mismísimo Bódalo: la misma fuerza, la misma profundidad de animal herido. Carlos Hipólito, otro grande, está brillante, poderosísimo, con una "verdad de comedia" que recuerda al gran Mathew Perry (Chandler, en Friends) y un timing para clavar las réplicas (su modo de soltar, como quien dice la hora, frases como "si pudiéramos evitar un poco el patetismo...") que Noël Coward adoraría.
Pero insisto: lo más curioso, lo más singular, lo más ejemplar, es que, tras dos años haciendo la función noche a noche (y tarde y noche los fines de semana), la veo mejor, más tensada, más violenta incluso. Hay más intensidad en los silencios, en las pausas cargadas de amenaza, y un metrónomo suizo batiendo, impecable, en todos los momentos de retranca cómica, sin bajar efectos al público sino, todo lo contrario, anticipándolos con una mirada, un gesto, en ese estilo -dificilísimo- que los ingleses llaman slow-burning: intuyes que la bomba (la carcajada o el zurriagazo) estallará, pero no sabes cuándo ni de qué manera. E, insisto otra vez, doble mérito, creando intimidad en un teatro con el doble de aforo. No se la pierdan, por la gloria de mi madre.
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