Manuel Garnacho,sindicalista
El jueves, de madrugada, murió, a los 62 años, Manuel Garnacho, sindicalista, socialista, hijo de socialistas. Hoy, en la sede de UGT, en la avenida de América, en Madrid, se instalará la capilla ardiente. Con total entereza había soportado una dolorosa y larga enfermedad.Era aquel rostro, casi infantil, que aparecía junto a un joven Mitterrand, un adusto Alfonso Guerra, en la foto del Suresnes del XIII congreso socialista, tan lejano ya. Allí, en aquella foto, estaba Manuel Garnacho, el "hijo del rojo". Aquel que tuvo que exiliarse, niño aún, para huir de la represión franquista. Allí estaba Manuel Garnacho Villarubia (Quart de Poblet, Valencia, 1938), el mismo que con 12 años se afilió a las Juventudes Socialistas. El mismo que, con 15, empezó a trabajar de aprendiz en la construcción. El Manuel Garnacho que luego sería secretario general de la federación de Construcción de UGT.
Porque él sí estuvo en Suresnes. Aunque nunca lo considerara un mérito, aunque no pudiera evitar un cierta sonrisa burlona cuando oía hacer de ello tema de gloria o de venganza.
Mientras otros sacaban pecho y rebuscaban datos para su pedigrí socialista, Manuel Garnacho rechazaba ofertas para ocupar cargos en la Administración socialista, se negaba a ir en listas electorales y prefería ocuparse del sindicato de la construcción de UGT, del que fue elegido secretario general en 1980. Mientras otros andaban en los afanes de conseguir relumbrón, él se entrevistaba con empresarios, firmaba pactos y convenios, convocaba huelgas, creaba fundaciones para formación de trabajadores.
Era un hombre querido y respetado en el ámbito internacional. Había sido vicepresidente de la Federación Internacional de Trabajadores de la Construcción y la Madera, organización que agrupa a 108 países y a once millones de trabajadores, y dirigente de la Federación Europea de la misma rama.
Cuando hace unas semanas, enfermo ya de muerte, recibió el homenaje de políticos y sindicalistas, empresarios, periodistas... de sus amigos, Manolo acudió al acto como si con él no fuera nada. Se preocupó de saludar a cada uno. De dedicar a cada uno un guiño, una sonrisa. Para cada uno tuvo una frase especial, un abrazo distinto. A cada uno le preguntó por su vida, por su gente, como si lo de él fuera sólo una maldita anécdota, un desagradable contratiempo sin importancia.
Ni siquiera -tan crítico y tan leal siempre- entró a dar consejos para batallas internas, para miserias de partido. Sus palabras buscaron el corazón de quienes le rodeaban. En ellos descansó su último grito, mientras abrazaba el aire con sus brazos cansados: "Os quiero a todos". Él mismo hizo -magistral, humildemente-, el resumen de su vida: "Sólo he intentado ser un buen socialista".-
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