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Sydney 2000 ATLETISMO

Kipketer se inclina por fin

El alemán Schumann, sorprendente ganador del 800 en el que Borzakovskiy no aguantó la presión

Carlos Arribas

El aire se paró, el calor se concentró en una vaharada que invadió la pista. Por primera vez no hacía frío, no soplaba el viento. El mundo se preparaba para el alumbramiento de una nueva estrella y acabó descubriendo a un alemán duro como el pedernal, joven y con la resistencia potente necesaria para convertirse en el nuevo rey de los 800; la prueba que era, desde hace cinco años, el coto privado de un danés nacido en Kenia, Wilson Kipketer, el rey destronado de ayer.Tuvieron que pasar muchas cosas para que Kipketer, el hombre que borró a Sebastian Coe del libro de récords, no pudiera ganar el título olímpico en una carrera que terminó con un desaforado sprint, con siete de los finalistas desplegados por cinco calles, con siete terminando metidos en el pañuelo de un segundo, con los tres primeros separados por ocho centésimas.

Tuvo que pasar un año desde que Sepeng, el surafricano, colocara al habitualmente imbatible Kipketer en el brete más grande de su carrera durante la final del Mundial de Sevilla: sólo un esfuerzo sobrehumano del danés le permitió ganar por un silbido su tercer Mundial consecutivo. Aquel sufrimiento anunció la decadencia, las sucesivas derrotas que le llegaron a Kipketer ya a los 27 años.

Pasaron 12 meses y se multiplicaron los pretendientes. Del Este llegaron dos estrellas fulgurantes. A uno, al alemán Schumann, de 22 años, se le veía venir desde el Europeo de Budapest 98. Sus 1,92 metros, su potencia y capacidad para mantener una elevada velocidad en los últimos 300 metros le anunciaban como un prototipo de lo que daría el futuro. El otro, el ruso Yuriy Borzakovskiy, de 19, un ser genial que llegaba para confirmar que el atletismo es el terreno de los hombres máquina.

El lunes, el ruso corrió una de las semifinales de 800 más extraordinarias que se recuerdan. Borzakovskiy fue el último todo el tiempo, pero no pegado al penúltimo, ni siquiera a un par de metros: cinco, diez metros en los primeros 600 regaló la noche del lunes el ruso a los otros siete. Luego hizo unos últimos 200 tan supersónicos que nadie, ni sus rivales, pudo adivinar de donde había salido.

Llegó la final, el mundo aguantó la respiración pendiente de Borzakovskiy y descubrió a Schumann. El ruso se traicionó. No supo qué hacer. Empezó lento, por detrás, pero se arrepintió enseguida. Hizo los 400 primeros metros (53s marcó el primero, el italiano Longo) el último, pero pegado al séptimo. Llegado el 500, al comienzo de la contrarrecta, nervioso e incontenible, ya empezó a cambiar de ritmo. Yendo, como iba, la carrera lanzada, lo único que logró fue agotarse y simplemente colocarse tercero. Por delante ya el alemán, el maestro del sprint sostenido, controlaba. Llegó la última recta, el esperado ataque a la desesperada, surgiendo desde atrás, de Kipketer, hasta entonces escondido. Llegó el esperado ataque, pero también se dio el inesperado aguante de Schumann, el hundimiento final del ruso, el inexperto, la fulgurante, e insuficiente, llegada del argelino, el rápido. Llegó el cambio de régimen en los 800.

"Y ahora", confesó el alemán, "sólo me apetece tomar un par de cervezas con mi novia. Hace dos meses que no bebo ni una gota".

Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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