Un cristianismo del siglo XXI
Los que nos sentimos cristianos -o sea, aquellos para los que Jesús de Nazaret es el maestro que nos ha instado a abrirnos a la dimensión espiritual, al aspecto sutil y misterioso de la realidad que permite acceder a la experiencia de la unidad y del "ser acogidos", experiencia que nos permite situarnos más allá de nosotros mismos y de nuestras pequeñas necesidades inmediatas, deberíamos plantearnos a fondo cómo tendría que ser el cristianismo capaz de insertarse operativamente en el contexto sociocultural del nuevo siglo. De hecho, todas las religiones deberían llevar a cabo un proceso de revisión de este tipo si desean seguir transmitiendo sus riquezas a la humanidad, ya que todas comparten el desafío de mantener su identidad y la originalidad de su mensaje, al mismo tiempo que se depuran de elementos secundarios que dificultan su impacto en un mundo tecnificado y globalizado.Para ello, el cristianismo deberá renunciar a considerarse "la única verdad", para concebirse como una experiencia de la verdad que puede ser valiosa para la humanidad, como lo son también las demás religiones. Asimismo, los importantes elementos simbólicos acumulados a lo largo de dos mil años deberán ser considerados básicamente como preciosas herramientas útiles en la tarea de ayudar a las personas a avanzar en su proceso de transformación para "abrirse al misterio" y "acceder al Reino de los Cielos". La referencia a la figura, iluminada e iluminadora, de Jesús de Nazaret y al mensaje evangélico -duro, exigente, radical- deberá seguir siendo central, en cuanto núcleo de la originalidad cristiana y contribución específica a la historia religiosa de la humanidad. Las demás imágenes y conceptos -el Padre, el Hijo, el Espíritu, la Virgen María, la creación, la encarnación, la salvación, la gracia, la alianza, el cordero de Dios, los ángeles, el cielo y el infierno, etcétera- deberán ver subrayado su carácter simbólico e instrumental. Y será importante integrar imágenes y conceptos de otras tradiciones religiosas. No hay que olvidar que en el momento de su fundación el cristianismo procedió ya a una tarea de incorporación de elementos simbólicos procedentes de tradiciones precedentes (mesopotámica, egipcia, judía y griega, como mínimo). No se trata de "absorber en su seno" a otras tradiciones, sino de enriquecerse con algunas de sus aportaciones más significativas sin por ello perder la propia identidad, en un bello intercambio que deberán hacer asimismo las demás tradiciones religiosas.
Jesús de Nazaret, pues, como maestro que nos interpela, nos guía, nos acompaña. Con un mayor o menor grado de devoción, de implicación psicológica, de "imitación", pero con una realidad de apertura a su testimonio y a su mensaje, de seguimiento, y por tanto, con una atención primordial a las imágenes evangélicas. Y desde esta referencia central a Jesús y a los evangelios, proceder a una relectura de la tradición cristiana, dejando para la historia lo que sólo a ella pertenezca y retomando y actualizando todo lo que siga siéndonos instrumento eficaz en nuestro actual acercamiento a Dios. Eje central de nuestro trabajo deberá ser la búsqueda de aquel conocimiento obtenido desde el silencio que nos acerca al verdadero rostro de la realidad y nos libera de todo tipo de expectativas, enseñándonos a no esperar ni exigir nada de nada ni de nadie, a considerar que más que derechos y deberes lo que tenemos son oportunidades para conocer a fondo y testimoniar esta vivencia. Un conocimiento que nos lleva a experimentar la vida en todo lo que tiene de grandeza y profundidad, a pesar de todos sus pesares, a admirar el mundo y agradecer el hecho de existir. La tradición mística y la tradición monacal, tanto en su vertiente eremítica como en la monástica, se nos mostrarán como especialmente vigentes en esta búsqueda.
Y habrá que acentuar la reflexión sobre el mundo efectuada desde una perspectiva que incorpore la dimensión espiritual de la realidad. Empezando por una reflexión sobre la condición humana, que incluya tanto una reflexión sobre el alma -el espacio interior que nos configura como seres humanos, espacio cultivable y que habrá que diferenciar cuidadosamente del "ego", siempre proclive a ocupar la posición central de la escena y de la que hay que desplazarlo- como una reflexión sobre la ambivalencia del ser humano -racional e irracional, capaz de bondad y de maldad, hecho de luz y de sombra-. Y continuando con una reflexión sobre la pequeña comunidad, o comunidad de base, el grupo de personas con el que compartimos más de cerca la aventura de vivir y el avanzar por los inciertos caminos de la sutilidad. Una reflexión sobre la sociedad será también imprescindible, desdoblándose en una reflexión sobre la cultura que asuma como tarea un análisis crítico de las costumbres sociales y de los productos culturales de nuestra época, y una reflexión sobre la política que afronte la dinámica del poder en nuestras sociedades (geopolítica, pobreza y subdesarrollo, dinámica de los partidos, manejo del poder por grupos ocultos, orientación e impacto de los medios de comunicación, etcétera). Reflexión a la que plantearía ya tres objetos de estudio: el papel de la honestidad y de la coherencia personal en la vida profesional y en la vida social, el cuestionamiento del principio de maximización del beneficio económico como criterio central de funcionamiento de las empresas y la transparencia en el funcionamiento y la financiación de los partidos políticos. Finalmente, habrá que desarrollar una reflexión sobre la naturaleza que analice el equilibrio ecológico y el desarrollo sostenible, la preservación del entorno natural y de la biodiversidad, así como el diálogo necesario para permitir una gestión conjunta del planeta.
Este diálogo debería dar lugar a una reflexión compartida entre las distintas culturas sobre la misma necesidad de mantener la diversidad cultural en un mundo global que puede facilitar las tentaciones de hegemonía de la cultura occidental sobre las demás. Hay que defender que todas las culturas merecen un mismo respeto; que todas comparten el desafío de asumir la modernidad sin perder su identidad; que todas son capaces de asimilar la ciencia y la técnica modernas; que el diálogo en profundidad entre las culturas es necesario, y que comportará para todos los implicados cambio, adaptación, depuración y fortalecimiento, y que este diálogo no puede abordarse desde posiciones dogmáticas y fundamentalistas de rechazo a la modernidad y a las demás culturas.
Junto a estas reflexiones habrá que proceder a una profunda revisión en el ámbito de la liturgia, dejando atrás el debate sobre la oportunidad y resultados de la reforma derivada del Concilio Vaticano II y elaborando un lenguaje simbólico y ritual significativo para el hombre de hoy, capaz de conmocionarle y situarle en una perspectiva adecuada para su progreso espiritual. Aquí habrá que aprender mucho de todas las tradiciones, cristianas y no cristianas, en cuyos tesoros litúrgicos hay gran cantidad de elementos en los que inspirarse. A esta tarea pueden colaborar enormemente los especialistas, aportando materiales y reflexiones, pero su aplicación deberá hacerse en un proceso de abajo a arriba en el que las comunidades se conviertan en "talleres de experimentación" de la expresión litúrgica. Y así como hasta ahora la liturgia cristiana había incorporado a sus celebraciones la lectura de textos de la tradición judía, no debería ser difícil incorporar lecturas y reflexiones de Gitas o Upanisads hindúes, sutras budistas, textos sufíes islámicos, etcétera. Asimismo, el yoga y la meditación zen, por ejemplo, podrán enriquecer la oración individual y colectiva de los cristianos. Ahora bien, todo ello no nos eximirá de la tarea de revisión crítica de nuestra propia tradición para reintegrar los elementos pertinentes, ni de una tarea de creatividad para generar una liturgia expresiva de nuestra realidad y capaz de conmover a los que en ella participen, desde la consciencia de la relatividad del lenguaje simbólico.
Finalmente, habrá que revisar el funcionamiento de la "gran comunidad" formada por los discípulos de Jesús de Nazaret. Habrá que desarrollar marcos organizativos ligeros y eficaces que permitan a cada cual asumir las funciones que mejor pueda desarrollar: tareas de formación, de asistencia práctica, de análisis y reflexión, de coordinación, etcétera. Las nociones de "sacerdote", "pastor", "obispo" y otras deberán ser profundamente revisadas, olvidando toda aspiración a una vertebración piramidal y centralizada de la comunidad; el modelo de "red" puede ser también fecundo en el ámbito religioso. El ejemplo convincente y la argumentación libremente aceptada, y no los dictámenes de cierta superioridad, deberán ser los motores de la vertebración comunitaria. Muchos problemas que ahora pueden parecer importantes (sacerdocio femenino, celibato sacerdotal o crisis de vocaciones, por ejemplo) dejarán de serlo en el contexto de esta revisión en profundidad. Y la gran comunidad deberá saber dar cobijo a la diversidad de familias cristianas (ortodoxos, católicos, protestantes, etcétera), de manera que la diferencia de tradiciones deje de erigirse en factor de separación y enfrentamiento y pase a ser diversidad enriquecedora.
El gran desafío que tenemos frente a nosotros es cómo ser cristiano -o islámico o budista o judío o hindú o taoísta, o lo que sea- en el mundo contemporáneo. El gran desafío es cómo vivir la experiencia de Dios, de la unidad, del absoluto, de la realidad última, del rostro sutil de la realidad, de la profundidad de lo existente, de la vivencia de la plenitud, en el contexto de la cultura actual.
Raimon Ribera es profesor de ESADE.
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