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Tribuna
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Democracia y partidos, fines y medios

A comienzos de verano acariciaba yo el propósito de dedicarlo a escribir un trabajo de mediana extensión en el que, bajo un título pretencioso, quería darle vueltas a un aspecto muy concreto de un problema clásico y con facetas muy diversas: el de la defensa del Estado democrático frente a quienes utilizan la libertad para destruirlo; en especial, las amenazas que vienen de los partidos. El trabajo debería titularse (puestos a imitar, ¿por qué no llegar hasta Kant?) Sobre el lugar común: en democracia todos los fines son lícitos si se respetan los procedimientos, y la idea de la que partía era, en definitiva, la de que el enunciado en cuestión, reflejo de una concepción trivialmente procedimental de la democracia, es falso porque propone como condición necesaria y suficiente para la licitud de las empresas políticas lo que no es sino condición necesaria. En una visión menos superficial y más actual de la democracia, si bien cualquier programa o proyecto político cuya realización se intente al margen de las reglas establecidas se convierte, por eso, en ilícito, el respeto a esas reglas no basta por sí mismo para asegurar la licitud de la actuación política, pues hay finalidades que son incompatibles con la racionalidad propia del sistema democrático y, por eso, democráticamente ilícitas.Los muchos flecos del tema, algunas ocupaciones familiares tan gratas como absorbentes, la multitud de obligaciones apremiantes que las gentes de poco carácter tenemos siempre que atender por decisión ajena, y, por supuesto, esa especie de licencia para la pereza que el verano trae consigo, hicieron que las notas que iba tomando fueran espaciándose y el propósito cayendo poco a poco en el olvido, de donde probablemente no lo rescataré jamás. Como el tema no es sólo teóricamente apasionante, sino también de primera importancia práctica -como demuestran la reciente iniciativa del Gobierno alemán en relación con los neonazis, y entre nosotros el continuo forcejeo en torno al tristemente famoso Pacto de Estella-, tengo, sin embargo, la esperanza de que lo tome para sí alguien con más fuerzas que yo. Por si algún joven estudioso en busca de tema para la tesis quisiera abordarlo, ofrezco a continuación algunas de las ideas con las que jugaba.

Aunque en la actualidad es frecuente utilizar el término como equivalente a la expresión Estado de Derecho y, en general, como compendio de todo lo políticamente bueno, en sus términos más simples la democracia es simplemente un sistema político en el que la titularidad del poder "sobre" el Estado se atribuye al pueblo y el control del poder "del" Estado (es decir, la ocupación de los órganos a través de los que se ejerce ese poder) a los designados por la mayoría, esto es, en la práctica, al partido o grupo de partidos que ha obtenido la mayoría de los votos. Pese a su simplismo, por el que pido disculpas a todos los doctos, hay en esta definición periodística dos rasgos que me permito subrayar porque son importantes para el razonamiento que sigue.

En primer lugar, que está referida al Estado, no a otros campos de actuación social, y, por lo tanto, da por supuesto la existencia de una estructura permanente cuya organización y funcionamiento están regulados por un conjunto de normas, que no sólo determinan los modos de expresión de la voluntad popular, el procedimiento de adopción de decisiones de los órganos del poder y la forma necesaria de éstas, sino también las reglas mínimas a las que ha de ajustarse la conducta de los individuos en sus relaciones recíprocas y las sanciones aplicables a quienes las infrinjan.

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El respeto de los "procedimientos", que la frase que citaba al comienzo pone como condición única de la licitud, no incluye, sin embargo, en el entendimiento común el respeto de todo este conjunto de normas, sino sólo de algunas de ellas: la Constitución, lo que en las colecciones escolares se llaman "leyes políticas", y, sobre todo, el Código Penal.

En segundo lugar, que no se trata de una definición de la democracia directa, ni de la democracia representativa a secas, sino más precisamente de la democracia de partidos. En este tipo de democracia, la única que existe en la realidad, la mayoría se limita a elegir al partido que ha de ejercer el poder y, aun esto, sólo de modo aproximado, pues cuando no hay mayorías absolutas, el poder queda en manos de coaliciones que resultan de la negociación entre partidos y no directamente de la voluntad popular. El sistema funciona realmente como un mercado en el que los ciudadanos, dotados todos ellos con el mismo poder adquisitivo (un hombre, un voto), optan entre las distintas ofertas, pero, naturalmente, sólo entre ellas.

Aunque la soberanía pertenece al pueblo y sólo los ciudadanos son titulares de los derechos políticos, los actores privilegiados del proceso político son realmente los partidos. Una ciencia jurídica que intentase describir el sistema democrático, o establecer las condiciones a las que ha de ajustarse sin tener en cuenta el papel de los partidos, sería tan absurdo como una ciencia económica que se empeñase en estudiar los mercados sin tener en cuenta la oferta.

Esta concepción schumpeteriana de la democracia como mercado, aunque sugerente y útil para el análisis de algunas cuestiones, deja fuera, sin embargo, los aspectos normativos, las razones por las que en nuestro tiempo consideramos que la democracia es el único sistema razonable, y por eso aceptable, para el gobierno de los Estados. La racionalidad de la democracia no viene, en efecto, de su discutible eficacia para asegurar la distribución óptima de los recursos y favorecer el desarrollo económico, sino de su adecuación a un principio moral, el de la libertad igual de los hombres. Es, hasta donde sabemos, el sistema que mejor salvaguarda ese principio frente a una necesidad básica de la vida social, la existencia de un poder que ordene la coexistencia de las libertades individuales y haga posible que la sociedad actúe como sujeto colectivo en persecución de objetivos de interés general. Para preservar su racionalidad, el sistema democrático ha de cumplir, al menos, dos condiciones: una, frecuentemente pasada por alto, es la de que la apelación a la decisión de la mayoría sólo sea utilizada para resolver cuestiones opinables, no como alternativa al conocimiento científico o técnico; otra, la más importante, la de que ha de estar

articulado de forma tal que la ocupación del poder por una mayoría determinada (es decir, por el partido o partidos que obtienen el mayor número de votos) sea temporal y se ejerza de tal forma que no haga imposible o difícil el cambio, la sustitución.

La primera de estas condiciones determina el ámbito lógico de la política democrática. En principio, como ni la ciencia ni la técnica tienen mucho que decir sobre los fines deseables de la acción colectiva, sino, a lo más, sobre la adecuación o inadecuación de determinados medios para alcanzarlos, pudiera parecer que la delimitación es fácil, pero en la práctica gran parte del debate político contemporáneo gira en torno a problemas conectados con ella. De una parte, porque la relación entre medios y fines es muy compleja; de la otra, porque una de las líneas de argumentación más frecuentemente utilizada en nuestro tiempo es la de justificar como exigencia técnica lo que no es, en el fondo, sino opción política libre. La decisión de encomendar la política monetaria a un Banco Central independiente orientado sólo hacia el mantenimiento de la estabilidad de los precios, que, según la interpretación común, recogía la Constitución alemana antes de su reforma (en ésta figura ya explícitamente como condición de la transferencia al Banco Central Europeo) y que después han hecho suya el resto de los Gobiernos de la UE, primero a escala nacional, mediante reformas legales internas, y, después, en el Tratado de Maastricht, a escala comunitaria, se ha justificado como una exigencia de la técnica, pero no faltan quienes sostienen que con ella se condiciona la libertad de los Estados para determinar su política económica y, con ella, la elección de sus fines. El análisis de esta condición de la racionalidad democrática, aunque apasionante (piénsese, por ejemplo, en la resistencia que en muchos países suscitan las habituales exigencias de governance del Banco Mundial), es, sin embargo, marginal para el tema de este artículo y debe quedar aquí.

Central para nuestro tema es, en cambio, la segunda y decisiva condición de racionalidad del sistema democrático, la de la temporalidad y reversibilidad de la ocupación del poder. (También, suele decirse, la reversibilidad de las decisiones, pero de esta condición, cuyo cumplimiento no siempre es posible en la práctica, es mejor olvidarse ahora para concentrarse en la ocupación del poder). Sea cual fuere la teoría mediante la que se justifica desde el punto de vista ético la sumisión de todos al poder de la mayoría (porque es éste el que asegura la mayor felicidad del mayor número, o el que menos voluntades individuales fuerza, etcétera), condición necesaria de todas ellas es la de que ese poder esté limitado en el tiempo y sea reversible. La apelación continua a los electores es imposible, pero la voluntad social ha de ser consultada periódicamente, con tanta frecuencia como sea compatible con la continuidad de la acción de gobierno, para hacer posible el cambio del equipo de gobierno. De esta necesidad inherente a la idea de democracia, resultan límites al ejercicio del poder democrático, que por lo común las Constituciones consagran jurídicamente, pero cuya validez es, en cierto modo, independiente de esta consagración constitucional. La mayoría en el poder no puede utilizarlo, sin destruir su propia legitimidad, para excluir del cuerpo social a una parte de sus miembros privándolos del voto, o para restringir las libertades individuales sin las que la sociedad no puede formar una voluntad que pueda ser tenida por auténtica. El respeto al principio de igualdad y a los derechos civiles y políticos básicos es condición inexcusable de la democracia, un límite infranqueable que el poder de la mayoría no puede ignorar.

Las Constituciones europeas (aunque, por supuesto, no sólo éstas) suelen atender la necesidad de proteger jurídicamente la igualdad y los derechos indispensables para la democracia (y, con ellos, algunos más), asegurando siempre su existencia frente a las mayorías ocasionales, es decir, frente al legislador ordinario (en algunos casos, como el alemán, incluso frente a la mayoría cualificada que puede reformar la Constitución) y, en muchos casos, también su contenido mediante el control de constitucionalidad de las leyes. En la generalidad de los casos, sin embargo, la protección está dirigida sólo frente al poder, frente a los órganos del Estado, pero no, con las pocas excepciones que después cito, directamente frente a los partidos.

La consideración del Estado, del poder público, como enemigo potencial de los derechos que la práctica de la democracia exige, se fundamenta en sólidas razones teóricas y empíricas, cuya adaptación a las circunstancias de las sociedades actuales lleva fácilmente a la conclusión, muy extendida, de que en ellas la libertad ha de ser protegida no sólo frente al Estado, sino también frente a otros poderes. No hay necesidad, sin embargo, de aceptar sin reservas la idea de que los derechos fundamentales deben proteger frente a la acción de los poderes sociales (económicos, mediáticos, etcétera), para sostener que la libertad y la democracia requieren de protección también frente a los partidos políticos; indispensables (como el Estado mismo) para la una y la otra, pero dueños igualmente de un poder que puede amenazarlas. En unos casos porque pasan por encima de los procedimientos establecidos para llegar al poder o conservarlo, y utilizan medios que violan los derechos de los demás; en otros, porque se proponen objetivos cuya obtención destruiría las bases mismas de la democracia, o es contradictoria con ellas, o conducen necesariamente, al margen de la intención de sus dirigentes, a la utilización de medios prohibidos. Para poner un ejemplo nada imaginario: un partido que se propone como finalidad lograr la independencia de una parte del territorio nacional sin seguir el procedimiento previsto para la reforma de la Constitución, viola ésta y, por tanto, las reglas básicas del procedimiento, aunque no propugne la violencia. Llegando un poco más lejos, cabe sostener que incluso si tal partido renuncia a conseguir la independencia mediante decisiones adoptadas en un "ámbito" distinto al constitucionalmente establecido (es decir, para hablar en castellano, sometiéndose a la decisión de la totalidad del pueblo), el recuerdo constante de ese objetivo último, entre la nostalgia y la utopía, antes o después, empujará a algunos o a muchos a tirar por la calle de enmedio para conseguirlo.

Como antes decía, aunque hay algunas Constituciones europeas que, como la alemana, declaran inconstitucionales "los partidos que por sus objetivos o por el comportamiento de sus afiliados se propongan menoscabar o eliminar el orden liberal y democrático o poner en peligro la existencia de la República Federal", o, como la portuguesa, prohíben la creación de "partidos que por su designación o por sus objetivos programáticos tengan índole o ámbito regional", la mayor parte de ellas no contienen limitación alguna a la libertad de creación de partidos, y a lo sumo se limitan a decir que éstos deben respetar "la soberanía nacional y la democracia", como la francesa, o "la Constitución y las leyes", como la nuestra, sin respaldar el cumplimiento de esta obligación mediante sanción alguna. Aparte las circunstancias históricas del momento constituyente, esta orientación hacia la máxima permisividad en la redacción de las normas (e incluso de máxima laxitud en la aplicación de las normas penales frente a los partidos declaradamente violentos) suele apoyarse en una razón teórica y otra de carácter práctico. La primera es la de que cualquier restricción a la libertad de creación o de existencia de partidos políticos es una limitación de un derecho fundamental, el de asociación, que hay que respetar al máximo siempre, pero, sobre todo, en este terreno. La segunda, la que suele expresarse sintéticamente mediante dos frases hechas alternativas y en cierto sentido contradictorias: es mejor tenerlos dentro que fuera y es imposible poner puertas al campo, o lo que se echa por la puerta entra por la ventana. Son, sin duda, argumentos serios, pero no absolutos. Frente al argumento teórico hay que recordar, de una parte, que los partidos son asociaciones muy peculiares, sostenidas con fondos públicos y cuya finalidad específica no es el desarrollo de una actividad cualquiera en el ámbito de la sociedad, sino la ocupación del poder público, y, de la otra, que impedir la actuación como partidos de los que se proponen finalidades incompatibles con la democracia no excluye la posibilidad de que, mientras respeten las leyes, existan asociaciones privadas que persiguen esas finalidades; simplemente que éstas no se financiarán con fondos públicos ni podrán presentar candidatos en las elecciones. Frente a los argumentos prácticos sólo cabe decir que la fuerza que se les atribuya sólo puede ser resultado de un juicio de oportunidad, de las ventajas que "tenerlos dentro" representa en relación con los daños que entraña esa misma presencia en los órganos del poder público de uno u otro nivel del Estado, la Comunidad.

En definitiva, y para concluir esta larga disertación con una consideración política, por si algún político hubiese llegado hasta el final de su lectura: que en sus reproches al PNV quizá los partidos "democráticos" deberían dejar en segundo término la alianza de éste con los "violentos", para centrarse, sobre todo, en su empecinamiento en mantener una finalidad incompatible con las bases de nuestra democracia, y que quizá también deberían aceptar la opinión del PNV en cuanto a la naturaleza no puramente policial, sino también política, del problema vasco, y empezar a revisar la vieja e inservible ley de partidos políticos de 1978.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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