Varia
LUIS DANIEL IZPIZUAPronúncienlo Vare. O Varenka. Se la debo a Josef Brodsky. Ante su tumba, ella saca fotografías y siento que me saca una a mí. Me pregunta si me gusta Brodsky; le respondo que sí y le pregunto a mi vez si es inglesa. No, es rusa, y Brodsky es ahora su poeta favorito. No sabe si atribuirlo a la edad, a una supuesta vejez, pues con gesto de resignación me suelta de sopetón que tiene ya treinta años. Creo que me miente y que tiene alguno menos. Le sorprende mi forma de hablarle de Brodsky. Yo le digo entonces Mandelstam, y siento que me quiere. Suelto de inmediato Ajmatova, y se quita las gafas de sol para mostrarme unos ojos de un azul casi añil que sonríen dándome a entender que me quiere aún mucho más. Y dice entonces Tsvietáieva; luego, Pasternak. Le pregunto por la princesa Troubetzkoy, de soltera Moussine Pouchkine, y me responde que sí, que era sobrina del poeta.
Varia está maravillada con mi conocimiento de la literatura rusa. Sus amigos europeos no conocen absolutamente nada de ella. Le aclaro que jamás he estado en Rusia, pero que admiro su literatura porque la encuentro llena de genio. Barajamos algunos nombres de entre los preferidos. Yo le suelto dos: Tolstoi, Chejov. Ella prefiere a Dostoievski y duda de que esté bien traducido. Se extraña cuando le digo que soy español. Le recuerdo que la he tomado por inglesa. Es alta, rubia y guapísima, con esos ojos eléctricos. Natural de Stalingrado, me habla de su ciudad natal: doscientos kilómetros de larga, dice, y sólo dos calles. Una ciudad extraña, pero está el Volga...y la estepa. De ahí que ella necesite el agua y los vastos horizontes. Las ciudades europeas la ahogan un poco. Le digo que a mí me ocurre lo mismo, que también yo necesito el agua, y le especifico mi origen. Le digo que soy vasco, y no le suena a nada. Le explico dónde está mi tierra, y le hablo de mi ciudad, el ombligo del mundo, y sigue sin sonarle a nada. Veo que esas cosas apenas le importan, y que prefiere hablar de poesía y de nuestras respectivas profesiones. Me habla de Rilke, y le recuerdo que no estamos lejos de Duino, donde también vivió Dante parte de su exilio. Pero nos toca despedirnos y el azar vuelve a ser venturoso. Mi vaporetto me espera, ella debe coger otro. Nos besamos para despedirnos y siento su risa y su voz que grita que mi vaporetto se escapa. Estamos solos en el embarcadero, entre el muro rojo de San Michele y el agua, de modo que decidimos seguir besándonos.
Algún día antes había conocido en Lausanne a Josette. Era una mujer ya madura. También a ella le sorprendió mi origen. Le aclaré que era vasco, pero tampoco parecía saber mucho de eso, aunque algo más que Varia. Había nacido en Lyon porque su padre había trabajado allí durante años. A él sí que al parecer le gustaban los vascos: fogosos, como era él. No puedo evitar una sonrisa. Nuestro mito norteño se nos cae hecho trizas en cuanto nos alejamos unos kilómetros: fogosos. Para Josette, lo vasco se reduce al sur de Francia. No sabe nada del resto. Le hablo de mi ciudad, el ombligo del mundo, y tampoco le suena a nada. Hablamos del dolor. Le digo que me duele mi tierra y le explico por qué. Me responde que no parece real lo que le cuento y que todo eso le suena a novela. Me habla de Europa y de los inmigrantes: chinos, marroquíes, albaneses, negros... Lo nuestro le parece un absurdo sin ningún sentido, aunque reconoce que el ser humano ha cambiado más bien poco y que el drama yugoslavo está ahí mismo para recordárnoslo. Pero se ve obligada a admitir que lo nuestro es real, que es un hecho que está ahí. Se compadece de mí y me agradece lo que según ella supone una lección moral.
Ahora mismo, en los Navigli, la hasta hace un momento casi desierta Milán parece haber salido a la calle. El calor es espeso, y la gente abarrota las terrazas que se multiplican a lo largo de los canales. La vida parece bella. La cajera de un establecimiento mira con curiosidad mi nombre escrito en la tarjeta. Le digo que es solamente español. Me mira sorprendida y lo lee. Le aclaro que soy vasco. Por su expresión, concluyo que no sabe lo que es eso pero que no se atreve a preguntármelo. Si hubiera intentado averiguar qué es eso, le hubiera respondido: mucho dolor.
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