Dulce sorbo
Sopa, de sorber. Ahí el origen, del antiguo alemán, invento de países fríos y además pobres en primeras materias. Había que calentar el cuerpo, y qué mejor que sorbiendo agua caliente. Luego los refinamientos, ya se sabe del ánimo del personal para no acomodarse, para sofisticar los mayores inventos. Se añadieron trozos de pan que una vez cubiertos con el líquido, además de calentar parecía que calmaban los apetitos. Entonces la sopa se confundió con la parte sólida del conjunto, y el sorber quedó reservado a las gentes de poca educación o posibles.En España el recorrido de la palabra debió ser el mismo, pero la explicación de la misma se retorció hasta llevarla a nuestro terreno, nada de lenguas germánicas u orígenes indoeuropeos, del latín ossa, o de sopore, que según los gramáticos del siglo XV es el rocío que cae del cerebro a los sentidos y empapándose en ellos los adormece. Poético, pero el adormecimiento más debe provenir del calorcillo que emana del líquido que no de los fluidos que desprende el cerebro. Parece como si desde Aristóteles no hubiese pasado ni un mes.
Persistía la duda del origen, pero no la había en cuanto a la bondad del producto. Las sopas se han consumido a lo largo de la historia, y quizá sean uno de los alimentos más antiguos. Los griegos, los espartanos con su famosa sopa negra, los romanos y sucesores, todos han cultivado la sopa como fuente benéfica. A partir de este reconocimiento universal, debe comprenderse que existan infinitas variedades o posibilidades. En el fondo, todas. Cualquier alimento es susceptible de cocerse, arrancándole con este método sus más íntimos sabores y sustancias. Añadirle a este producto un vehículo sólido que lo acompañe es sólo cuestión de necesidad, de que sea indigerible o inmasticable el resto de la cocción, o simplemente que resulte insípido al haber desaparecido sus virtudes disueltas en el agua. El pan como elemento casi general a todas las culturas gastronómicas tenía todos los números asignados para cumplir ese cometido y así aconteció. Las sopas clásicas lo llevan todas, las de ajos, o cebollas, verduras y carnes, y las de pescado, de las ricas a las pobres, de las que se hacen con la morralla o los restos hasta aquellas en las que la langosta pone su pica en lo alto. El tiempo las sofistica, las hace tostadas, recubiertas con mezclas que las perfuman, que les anulan el carácter de subsistencia que llevan en su entraña, pero el fondo es inmutable.
La elevación del nivel se produce no por el sólido sino por el líquido. Las sopas se importan, se hacen exóticas, los caldos son de aletas de tiburón, o de tortuga, o de nidos de golondrina en un más difícil todavía.
Y en el colmo de este proceso las sopas frías, la antítesis de su origen, las que refrescan en vez de calentar, las que se comen al final de la comida en vez de al principio. Aunque esta moda ha tenido sus antecedentes, los más pobres suelen comer la sopa al final, cuando se ha terminado la parte positiva de la comida. Para llenar los huecos, para que nadie quede con hambre. Es cuestión de añadir más agua y asunto solucionado.
Pero no estamos ahora en esa disyuntiva, la sopa como postre actual, se ha generalizado, las modernas técnicas de licuado han llevado a poder conseguir caldos de casi cualquier sustancia, en particular de las frutas, por lo que el líquido resultante puede perfectamente tomarse con cuchara, evitando el engorro de pelar y cortar, de mostrar unas habilidades en la mesa que con el tiempo se han ido perdiendo. En ningún restaurante se sirve la fruta al natural, y casi ningún comensal está en disposición de exhibir su arte cisoria ante los demás concurrentes.
Uno de los más conspicuos inventores y defensores de las sopas, Albert Adriá del restaurante el Bulli, realiza un extenso paseo por esta modalidad de postre, y sin pretender la exhaustividad, las clasifica según las texturas del vehículo. A saber, acuosas, líquidas, pulposas, gelatinosas, espumadas, emulsionadas o aireadas, espesas y cremosas. Y además todas ellas pueden presentarse frías, templadas o calientes. Y siguen siendo postre. Lo que las caracteriza el producto como decíamos antes, vehicular. Aquel que forma la base del plato y debe tomarse con cuchara. Los añadidos, los tropezones, están en la imaginación de cada cocinero, o de cada comensal, por lo que la variedad es infinita, y las posibilidades de creación personal están aseguradas.
Anís, coco y toffee, no parecen mala combinación para empezar a jugar.
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