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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tragedia consumada

Ayer se frustró la última, la más terca de las esperanzas. No hay supervivientes en el submarino nuclear ruso Kursk. Los miembros del equipo noruego de rescate lograron lo que no habían hecho en numerosos intentos los rusos: entrar en el buque sumergido. Pero allí ya no había vida posible. A la vista de los daños, resultado obvio de una explosión, los expertos consideran probable que al menos dos tercios de la tripulación muriera de forma prácticamente instantánea.Es terrible decirlo, pero, visto lo sucedido en los últimos nueve días, hubiera sido mejor que toda la tripulación pereciera entonces y que ninguno de esos 118 hombres tuviera que morir en la angustiosa agonía de la gélida cautividad, en oscuridad, sin alimentos y después sin oxígeno, conscientes de su inapelable condena. Los expertos explicarán si algunos sufrieron esta suerte. Pero la tragedia se ha consumado.

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La conmoción es inmensa, en Rusia y en todo el mundo, pero ya ha dado paso a la indignación y muy pronto habrán de plantearse las interrogantes, algunas muy siniestras, de esta tragedia. ¿Por qué ocultó la Marina rusa el accidente durante horas que pudieron ser decisivas, y por qué lo hizo después el Gobierno de Moscú? ¿Por qué un presidente Putin tan dispuesto a fotografiarse en Chechenia en campaña electoral siguió sus vacaciones en el mar Negro mientras otros soldados de su país estaban sufriendo la peor pesadilla imaginable? Y sobre todo, ¿por qué tanta tardanza en admitir la ayuda extranjera? Nadie sabrá nunca si se podían haber salvado las vidas de los marineros que sobrevivieron al primer envite. Pero la sospecha de que así podría haber sido pesará siempre sobre el ánimo de la sociedad rusa. Máxime cuando se ha demostrado en la práctica que el equipo de buzos noruegos ha logrado abrir la escotilla del submarino en apenas 40 horas, cuando los militares rusos llevaban ya más de una semana de infructuosos intentos. Quizá exista una razón técnica para ello, pero ya es tarde para restañar la maltrecha credibibilidad de las autoridades militares.

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Queda, aún, una pregunta más: el origen de la tragedia. Vistos los destrozos de la proa del submarino, todos los expertos independientes estiman que se produjo una explosión interna, muy probablemente de algún torpedo del Kursk cuando participaba en las maniobras. Y coinciden en que es ridícula la versión de que la causa del drama fue una mina de la Segunda Guerra Mundial o la colisión con un submarino norteamericano. Ayer, en Moscú parecía existir auténtico frenesí por buscar causas a la catástrofe que alejaran la responsabilidad de las autoridades. Muchos políticos en el Kremlin y oficiales de la Marina, presos de una cierta inercia histórica, consideran legítimo mentir -sobre el lamentable estado de la Armada, por ejemplo- en nombre del prestigio nacional. Con criterios de seguridad occidentales, con medios de presión ciudadana y fiscalización pública de nuestro siglo, la inmensa mayoría de las actividades militares rusas estarían vetadas. Las autoridades rusas aseguraron ayer que los cadáveres de la tripulación serán rescatados. No es suficiente. Para saber qué ha ocurrido y por razones de seguridad también parece imprescindible sacar el submarino del fondo del mar.

Ahora, la tragedia se traslada a los familiares de las víctimas. Son el claro testimonio de lo poco que han cambiado las relaciones en Rusia entre el poder y la ciudadanía. Las viudas y los padres de esos jóvenes muertos en el mar de Barents son todo un símbolo de cómo los ciudadanos han sido víctimas del oscurantismo aplicado por las autoridades rusas a este caso. El único consuelo a tanto dolor estaría en la esperanza de que la tragedia del Kursk suponga un revulsivo social que exija a Moscú la ruptura con esa tradición ancestral en la que las vidas de los súbditos son simplemente cifras. Si así fuera, la triste muerte de los 118 marineros del Kursk habrá servido para algo.

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