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Tribuna:Sobrevivir en el Asfalto
Tribuna
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Un día en Tokio JORDI PUNTÍ

El gran poeta inglés Philip Larkin fue uno de los seres más huraños de su tiempo. Este carácter huidizo e intratable aparece dibujado en sus poemas, bajo una fina capa de lirismo, pero en el fondo sus versos no eran más que un pálido reflejo de su propia vida: un precioso aburrimiento, según él mismo. Una vez un periodista le preguntó si no le gustaría viajar, por ejemplo visitar China. Sus palabras de respuesta fueron lacónicas (y a su vez encierran todo un ideario): "No me importaría visitar China", respondió, "si ese mismo día pudiera estar de nuevo en casa. Odio estar fuera. En general, cuanto más lejos estás de tu casa, mayor es la miseria".Leí estas palabras de Philip Larkin hace un par de días y, además de dejarme inquieto durante un buen rato, sin querer me pusieron en la pista del -vamos a llamarle- bricolaje turístico. Se trata de una nueva disciplina creativa, personal e intransferible, que te permite viajar a medio mundo sin salir de la ciudad, sin tener que cambiar moneda, por supuesto, y, lo que es más importante, sin dejar de dormir en tu propia cama por la noche. Ayer la puse en práctica con unos resultados nada despreciables: tras dudar entre múltiples destinos, todos muy atractivos, decidí pasar todo el día en Tokio sin salir de Barcelona.

Podría haber elegido cualquier otra ciudad del Japón, pero preferí Tokio porque es la capital y porque, dicen, su gente está más acostumbrada a los turistas. Cuando me levanté por la mañana, mi cama se encontraba ya en una habitación de hotel (acogedora, aunque nada del otro mundo). Antes de vestirme descolgué el teléfono y pedí al servicio de habitaciones un desayuno continental -zumo, tostadas, café con leche-, pero como no venía nadie me lo preparé yo mismo. Me lo tomé frente al televisor, donde después de hacer mucho zapping, encontré una cadena autóctona que emitía dibujos animados manga. Esas luchas matutinas entre niños con quimono me prepararon para el fragor de un día entero en Tokio, así que me vestí de turista (bermudas, sandalias y la riñonera: parecía que el cinturón estuviera embarazado), cogí la cámara fotográfica, el plano de la ciudad y salí a la calle. Como soy previsor, ya había preparado alguna de mis actividades de ese día. Por suerte, no tuve que andar mucho hasta la boca del metro, porque el calor en Tokio es sofocante. Unas cuantas paradas y me encontré ya en el Museo Etnológico de la ciudad, donde pude visitar una exposición de vasos y ollas tradicionales japoneses, Itadakimasu: cultura y alimentación en el Japón. Me di cuenta entonces de que mi perfil de turista se incluía entre esa gente que se interesa más por las costumbres de un país y sus habitantes que por sus grandes monumentos. En este sentido, Tokio era ideal.

Dos horas después de ver platos para la sopa, vasijas y otros recipientes culinarios, salí de la exposición con un hambre de tigre. Paré un taxi y por señas -porque no sé una palabra de japonés- le pedí que me llevara a algun restaurante donde ofrecieran sushi y otros manjares típicos. Resultó que el taxista era español (un emigrado) y me entendió a la perfección, de forma que a la media hora estaba sentado en la barra de un modernísimo restaurante japonés, todo muy horizontal, y degustando arroz y pescado casi crudo pero delicioso. Para celebrar semejante ágape, apuré el tercer chupito de sake y pagué la cuenta; después me puse a buscar un cine con aire acondicionado para esperar la llegada del crepúsculo. "No hay mejor forma de conocer la cultura local que viendo una película", me decía, y recordaba a los grandes directores japoneses (bueno, recordaba a Kurosawa, y ya está). Sin saber exactamente qué iba a ver, escogí Dr. Akagi, un drama ambientado a finales de la II Guerra Mundial que me hizo conocer mejor la idiosincrasia del pueblo japonés, tan hospitalario.

Cuando salí del cine, estaba oscureciendo. Como aún no tenía hambre, paseé sin rumbo durante un rato, al azar, y estuve tentado de darme un masaje shiatzu en un centro de medicina y estética, pero lo dejé para otro día, pues me atraían más las luces y estrellas de un karaoke que se anunciaba a todo trapo. Hay que decir en este punto que los karaokes japoneses son muy traicioneros: todo el mundo canta, sin pudor, tú les ves y te animas y al final interpretas todo lo que se te pone por delante, Julio Iglesias incluido. Debo admitir, al fin, que no recuerdo cómo acabó la noche, lo único seguro es que a la mañana siguiente me desperté en Barcelona.

Manolo S. Urbano

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