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Cultura y espectáculos

Camela arrasa en su gira con una receta de letras de amor y música ligera

María Ángeles Muñoz (25 años), Dioni Martín (29), cantantes, y Miguel A. Cabrera (28), compositor y teclista, viven el verano de este año 2000 como el de la afirmación oficial de su enorme éxito de ventas y el del asalto a los medios de comunicación, quienes por fin se han puesto de acuerdo en reconocer la labor de un trío musical hecho a sí mismo: Camela.A las galas veraniegas, que presumiblemente pasarán de la cuarentena esta temporada, el grupo se traslada en un autocar, en el que Ángeles y Miguel comparten kilómetros y curvas mareantes con el quinteto de músicos que les acompaña, su road-manager personal y los técnicos de sonido. Dioni prefiere, si el lugar para tocar no está muy lejos, viajar en su propio coche: "A mi la guagua me mata". En el largo bus morado con parada inicial en el barrio madrileño de Villaverde, lugar de procedencia y residencia de Camela, la vida en carretera del trío no difiere mucho con respecto a la de otros grupos y artistas. Un par de películas de vídeo ayudan a sobrellevar el periplo, aunque Ángeles y Miguel se duermen en seguida. El resto permanece atento a la pantalla, mientras el volumen atronador reparte efectos sonoros de terror y disparos y explosiones a mansalva.

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El sistema de trabajo de Camela es austero. Apenas se llega a la localidad del concierto, se busca el recinto de actuación y se prueba sonido en medio de un buen ambiente generalizado que ilustra el carácter antidivo del grupo. Camela son tan buena gente que es de agradecer cada minuto que se pasa con ellos por su cortesía, su carácter abierto y alegre, el trato que dispensan a su equipo y a los periodistas enviados a entrevistarles y por lo bien que les va todo. Dan una lección de normalidad que ahorra al observador las típicas aureolas de artista, tipo cool o a la última que lucen muchos otros músicos nacionales que venden y, muy posiblemente, venderán en toda su carrera, la quinta parte que ellos.

Sólo, si se rasca un poco con la uña, aparece cierto resquemor por el poco caso que se les ha hecho en los medios de comunicación y en el mundillo de la música. Como dice Miguel: "Ya no es que nos den un premio de ésos por vender cuatrocientas mil copias de cada elepé. ¡Es que ni enviarnos invitaciones para ir a la fiesta...!" No obstante, las cifras y, sobre todo, el cariño y la devoción del público que les sigue a todas partes y les recibe en toda España con los brazos abiertos, les da la razón en su pulso con el éxito. Con éso, ellos viven tranquilos y felices. Tal es el fervor que despiertan que, en la gala a Piornal (Cáceres) que es motivo de este reportaje, un coche con dos chicas sigue al autocar, acompañándoles desde Madrid y con la única pretensión de verles actuar una vez más. También habla Miguel "de una familia de León que se desplaza completa -padre, madre, hijo e hija- a vernos tocar por todo el país".

Tras la prueba de sonido, la mayor parte del equipo, Ángeles y Miguel, se quedan en el camerino devorando sandwiches. Dioni, el más inquieto y vacilón de los tres, propone, aparte de los técnicos, ir al pueblo a tomar un cafelito. Rápidamente la rula -furgoneta del equipo- se pone en marcha para acercar a un nutrido grupo hasta el primer bar abierto. Dioni, el cantante, y El Peque, técnico de monitores de aspecto inequívocamente heavy, se sientan delante. En eso aparece la Guardia Civil. Pedro Lastra, técnico de sonido, exclama con una sonrisa irónica: "¡chungo! hemos puesto delante al gitano y al melenudo. Nos paran los picoletos, pero fijo". Carcajada general. Sin embargo, la benemérita, infiel a su leyenda, se limita a escoltarles, para que la riada de habitantes de Piornal, que se dirige al recinto donde va a celebrarse el concierto, no les impida el paso. Un rápido bocadillo y un café en el bar, con la consiguiente firma de autógrafos por parte del cantante, y el regreso es a pie. Por el camino, unas chavalitas comentan a Dioni: "¡Cómo te pareces al de Camela!". Él contesta: "Sí, ¿verdad? Es curioso, me lo dicen en todos los lados".

Al llegar al campo de fútbol, donde va a tener lugar la actuación, están tocando un dúo de jóvenes artistas llamados Yoharam. Miguel se ha hartado de repetir a todo el mundo que son nuevos, pero buenísimos. "El grupo apadrinado de Camela". Lo cierto es que, aparte, son familia suya, pero el parecido musical no deja lugar a duda. El dúo se enfrenta a una de sus primeras actuaciones ante una numerosa audiencia que permanece inquieta, esperando la llegada de las estrellas de la noche. Éstas terminan de afinar en los camerinos y María Ángeles, que confiesa que el frío le ha dado cierto dolor de garganta, se arranca por un fandango. Al terminar los Yoharam todos son parabienes, aunque a uno de ellos se le notan los nervios de las primeras veces. Por fin el escenario está listo para que Camela irrumpa en él: dos niveles de alturas, con los teclados de Miguel Ángel dominando en el medio, y dos rampas por las que, entre humos, aparecerán los cantantes.

A modo de telón, hay una enorme tela que cae al suelo, al concluir el primer tema instrumental, y a la que el equipo técnico, llama, no se sabe muy bien por qué, el kabuki. Es la una de la madrugada, hace un frío que pela, y un redactor y un fotógrafo, que suponían equivocadamente que Cáceres en agosto significaba bochorno, salen corriendo al stand de merchandising del grupo, para hacerse con una camiseta con que paliar la tiritona. Ángeles se niega en rotundo a que la paguen: "Es un regalo mío". Sin embargo, la camiseta no es suficiente, así que, un minuto antes de salir a tocar, Dioni se despoja de su propia chaqueta y se la tiende al periodista: "Toma. Póntela, que te vas a quedar helao".

Contemplar a Camela en directo es toda una experiencia. Cierto es que nunca aparecerán en el New Musical Express, ni cerrarán Benicássim. Pero su capacidad de enganche con el público es abrumadoramente mayor que la de muchos "cabezas de cartel" de festivales masivos.

Además, el chunda-chunda que uno se espera, por lo que recuerda de sus primeros discos, ha dejado paso ahora a la labor de cinco excelentes músicos que recubren a Camela de otros planteamientos musicales que lo enriquecen. Se oyen ecos de Mónica Naranjo, de Mecano, de Malú y Alejandro Sanz, entre otros. Pero tampoco les conviene demasiado cambio, porque la fórmula del grupo es un prodigio de alquimia musical en el que, si se altera la proporción de alguno de sus componentes, se corre el peligro de que el producto pierda efectividad. Sin esos ritmos cuadrados y bailables, ese clap-clap que acompaña a la batería, las figuras de teclado de Miguel Ángel y las singulares voces de Ángeles y Dioni, Camela no sería Camela.

Camela suena a Camela, que vendría a ser -definiendo por lo grueso- una combinación entre Mecano, OBK y Pimpinela, a la que se añaden unas voces particularmente aflamencadas. También están los textos: simples, de amor y como muy probablemente los haya intentado escribir todo el mundo entre los doce y los catorce años. Sólo ellos saben cantar en serio y sin ruborizarse cosas como "te quiero con pasión", "estoy por ti", "por favor, no me abandones" o "que tiene ella que no tenga yo".

Pero es que resulta que, aunque no aparezcan en las estadísticas oficales, entre el público consumidor de música hay una legión de oyentes de todas las edades a los que este lenguaje les resulta perfecto para cantarle al amor y el desamor. Camela lo hace mejor que nadie, entre otras cosas porque no tienen que impostar nada. Son así, auténticos, y su gente lo percibe.

Justo antes de salir a tocar en directo, las vallas de seguridad se ven asediadas por fans de todas las edades con la pretensión de tocar, besar o conseguir un autógrafo de sus ídolos. Ellos, pacientes y amables, siempre tienen un minuto para atender a cualquier seguidor.

En el repertorio se mezclan los viejos éxitos del grupo con las canciones de su último y exitoso elepé, grabado con la multinacional EMI y que lleva por título Simplemente amor. Pero da igual que sean nuevas o viejas. Todas las historias de amor que reflejan sus letras vibran en las gargantas de un público que conocen hasta el último de los movimientos del público, que no dejan de llamarles "¡guapos!" y toda suerte de piropos.

Incluso puede divisarse a una niña de apenas 13 años, acompañada de su abuela y apretada contra la barrera de las primeras filas. La abuela da palmas como una loca, mientras su nieta está llorando de la emoción.

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