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Tribuna:Viajes
Tribuna
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Irán, invitación a la fantasía

Hace unos años presté a Miguel Bosé una antología de música oriental donde había una cancioncilla persa que me fascinaba. Bosé, reordenando sus discos, extravió los míos y yo, movida por el recuerdo de aquella canción, me metí un día en el Teatro Albéniz a oír determinado concierto. Así, por una melodía perdida, entré en la cultura de Irán y me puse incluso a estudiar el farsi. Así he llegado también a Teherán, ya no como una extraña entre extraños, sino con algunos nexos: un poeta, Ahmad Shamlu, me espera, y también mis amigos Mahdié, Sedigué, Ahmad, Akbar; y me esperan además la puerta de la plaza de Azadi, el bazar, las mezquitas...Llego de noche, y desde el avión veo emerger la forma de la ciudad, y es como si las estrellas se hubieran incrustado en la tierra. De día comprendo por qué: la capital se desparrama y son retazos de edificaciones, amplios parques, zonas de rascacielos y autovías llenas de coches que las enlazan. Cruzar Teherán cuesta más de dos horas. ¡Todo queda tan lejos! No se puede andar, hay que coger un taxi y saber bien dónde se va. Yo no lo sé, lo dejo a mis amigos. Yo sólo sé que quiero libros y música y salir de este tráfico que me asfixia. Nada más fácil, ahí están las casas acogedoras, llenas de bandejas de frutas, manzanas, ciruelas verdes, y sandías que acaban con la sed. Hace calor, bastante para una occidental, no acostumbrada a ir con abrigo hasta los pies y la cabeza cubierta. Pero estas cosas no me arredran, y pronto cae el día y me llevan a ver los parques.

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"Cenaremos en una cama", me habían dicho, y, en efecto, allí, al aire libre, en unas superficies a modo de grandes camas recubiertas de alfombras, la gente come. Hay que quitarse los zapatos y sentarse sobre la alfombra encima de la cual colocan el mantel y los alimentos. Tampoco eso me arredra y me apresto a disfrutar del pan sanghak y del kebab y las bolas de carne. Pero lo veo claramente: Teherán no es mi ciudad, quiero ir a Shiraz, a Persépolis, a Ispahán, a ver el templo zoroastriano de Yazd, el zigurat de Khuzestán. Así se lo digo a Shamlu, el poeta, cuando lo visito. "Olvídese de ciudades y monumentos y váyase a ver la fortaleza de Bam", me aconseja.

Me basta expresar mi deseo para que esté todo dispuesto. Y empieza la aventura. Se deja atrás la capital que se extiende hasta donde lo permiten las montañas y se entra en inmensos espacios que, según la luz, oscilan entre el ocre y el sepia, en claras ondulaciones o ríos de intensidades diversas, que se ensanchan y se pliegan y, de pronto, se ven surcados por corrientes de blancura, por oleadas que forman un mar de contenidos rompientes, un mar blanco sumiso y desolado. Es el desierto, son los lagos de sal, una imagen insistente hasta que aparece una gran superficie de agua y se aterriza en Kermán. Es la primera etapa de la excursión. Da tiempo a visitar el baño antiguo, bellamente decorado con azulejos, y el bazar donde se oyen los martillazos de los herreros y se ven los inmensos calderos de cobre, las bandejas, los platos... El sonido del metal vibra hasta la bóveda, que tiene más de un siglo, y envuelve a las mujeres con chador negro que, a veces, cierran mordiéndolo con la boca, de modo que dejan ver un solo ojo. ¡Y qué ojo!: lanza a la extranjera una mirada terrible. Pero he aquí que de pronto se entreabre ese manto y se descubren vestidos populares en tonos rojos, algo insospechado en Teherán.

La segunda etapa se inicia a las siete de la mañana del día siguiente y, tras dos horas de coche por el desierto, nos lleva al gran oasis donde se halla la fortaleza de Bam. Ninguna sensación de frescura en el extenso palmeral -productor de los mejores dátiles del país-, ni en los matojos verdosos que milagrosamente cubren la tierra. Tampoco al llegar a la inmensa fortificación, aunque el hombre de la entrada comenta: "Hoy está fresco el día". Es que hace viento y atenúa los treinta y tantos grados de las nueve de la mañana. Contengo la risa y pienso que sólo haber entendido esta frase merece las horas dedicadas al estudio de la lengua. Y ahí están, solitarias y majestuosas, esas edificaciones de adobe, ese bastión empezado a construir en torno al año 250 antes de Cristo por los partos. Al punto reconozco el espacio donde Zurlini rodó El desierto de los tártaros y me invisto de un sentimiento heroico. Recorro en silencio el lugar sintiendo la dureza de la lucha en estas regiones devastadoras para el enemigo; me parece ver un jinete perdido por sus inmensas extensiones de arena y tierra y por las cordilleras oscuras y fantasmagóricas.

La frescura llega de vuelta a Kerman, en Mahan: el Bagh-e Tariki (Jardín histórico), lleno de surtidores naturales, y la arbolada tumba del sabio sufí Nematollah. Es la más lujosa de cuantas veré, porque de regreso a Teherán iré también a Ispahán y a Shiraz. Shiraz es la ciudad de las rosas, y dicen que le debemos nuestro vino de Jerez, pero el vino de esta ciudad es la poesía. En ella se venera a Hafez, cuyos versos se consultan en busca de consejo. Así en la entrada de su tumba hay hombrecillos que, recitándolo, dicen el porvenir. Voy ahora con un grupo de sufíes y visitamos también los mausoleos de Saadi y de Ruzbiham Baqli. Algunos rezan a dúo en voz alta, otros silenciosamente con la mano en la losa. Yo miro los árboles, las flores y, ya en la calle, los niños que barren con escobas de mijo o llevan pan y montones de hierbas en las manos... Es viernes, pero algunos puestos del bazar están abiertos y, de vez en cuando, se ven mujeres vestidas de rosa, azul, amarillo, y no envueltas en lo negro: son nómadas. Y nosotros, nómadas de unos días, seguimos camino.

Ver Persépolis al atardecer es evocar su incendio por Alejandro Magno y, a la vez, comprender que este caudillo, deslumbrado, incorporará la cultura persa. Son los restos del imperio aqueménida, los palacios de Darío, de Jerjes, de las cien columnas, la Puerta de todas las naciones. En los relieves murales, los oferentes siguen llevando presentes al Rey de Reyes, un león sigue mordiendo a ese animal entre antílope y toro, el árbol de doce ramas, levantándose, y en la tumba de Artajerjes, el Rey sigue rindiendo culto al fuego bajo las amplias alas del águila.

Si en este espacio inmóvil las piedras son silenciosas y elocuentes, en Ispahán los hombres buscan la corriente del río para charlar. Ispahán es justamente famosa por sus mezquitas y sus puentes en cuyas gradas se espera la noche. Todo es entonces sugerencia, luces reflejadas, árboles adivinados. Y del mismo modo todo es sugerencia en los azulejos que recubren las dos mezquitas principales Masjid-e Shah (Mezquita real) y Lutfollah. Es el dominio del color azul y una decoración siempre igual y distinta, como un fractal. Ahora lo sé, la música persa, que parece estar naciendo en el mismo momento en que se toca, posee las mismas cualidades, invita a completarla. Ahora lo sé, por aquella cancioncilla perdida, no sólo hallé todo esto, sino también una cara oculta de mi fantasía.

Clara Janés es poeta y traductora, entre otros, de poetas persas clásicos y contemporáneos. Ha publicado recientemente El libro de los pájaros.

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